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miércoles, 6 de mayo de 2020

La Tirana (La Vida es Tirana)


Soliloquios—13
Por José R. Bourget Tactuk




Le he dicho a mis hijos (y a mi querida esposa) que no hagan planes conmigo para después de los 75 años.  No veo necesidad en estos momentos de vivir más.  Setenta y cinco años son más que suficientes para vivir castigando este mundo.  Es mejor crear espacio para otra persona.  Ellos me dicen que no debiera hablar así y que no tengo derecho a privarlos de mi presencia como si sus sentimientos o deseos no importaran.  Yo les digo que a mi no me interesa vivir jodiendo a otros estando en el medio por tanto tiempo, que me estén cambiando pañales y que tengan que soportarme enfermedades y testarudeces propias de la edad.  Hablan como si uno tiene que sujetarse a la obligación de vivir porque eso es así.

La vida es realmente una tiranía, una obligación a veces incómoda a veces placentera, como un camino cuya dirección a veces es clara y a veces confusa, pudiendo uno escoger ir a la derecha o a la izquierda, pero siempre terminando en algún destino esperado o inesperado.  Al fin de cuentas, vivir no es solamente el camino sino el trayecto, como lo decía el poeta español Antonio Machado convertido en hermosa melodía por el cantautor español Joan Manuel Serrat, ¨caminante no hay camino, se hace camino al andar.¨

La tiranía de la vida crea dos obligaciones inevitables, una hacia uno mismo y otra hacia los demás.  Son obligaciones que empiezan en el momento de la concepción, cuando ya la madre y el padre comienzan a crearse expectativas y a hacerse dueño de nuestros cuerpos, nuestras mentes y nuestros corazones. ¨Es MI hija¨, ¨YO te crié¨, ¨me debes la vida¨.  Tantas obligaciones son asfixiantes y continúan hasta la muerte, cada año pesando más y más sobre nuestros hombros.  

Bueno, no solamente hay que rendirle tributo a las obligaciones hacia padres y familiares, uno también tiene obligaciones hacia uno mismo: cuidarse, mantenerse saludable, cepillarse los dientes, comer, estudiar, vestirse, sentir y dar placer, respirar, pensar y hacer de nuestras psicosis algo que trabaje a nuestro favor y no en contra.  Es esa obligación lo que nos hace ser los seres vivientes más egoístas sobre la faz de la tierra, porque amparados bajo la tiranía de vivir nos la pasamos asegurando que podamos tener más que los otros y hasta mejor.  Robamos, mentimos, matamos para asegurarnos de cumplir bien la suprema obligación de serle fiel a nuestras propias vidas, y a veces robamos, mentimos y matamos para serle fiel a nuestras obligaciones hacia los demás.

El que está muerto no tiene obligación de nada, ni a sí mismo ni a los demás.  La muerte es la suprema libertad, creando un hueco inmenso que sólo lo llena el vacío de la nada:  cero sentimientos, cero ambigüedades, cero dolor, cero placer, cero obligaciones, sólo el cojoyito de un recuerdo olvidado en las memorias de aquéllos que nos conocieron en vida.

Algunos de nosotros que vivimos bajo el amparo de la belleza imponderable de este terruño terrenero se nos hará más difícil sepàrarnos de las obligaciones de vivir porque Las Terrenas es un ambiente liberante, repleto de francas libertades con sus paralelos libertinajes y muchos vienen aquí simplemente para sentirse libres de hacer lo que les venga en gana, dejando atrás las rigideces creadas por leyes, por familiares, por sociedades, por uno mismo.  Aquí, en estas cuatro esquinas, se puede amar, gozar, bailar, disfrutar, sufrir, llorar, ganar, perder, ayudar o joder y muchos vienen aquí queriendo vivir no solamente 75 años sino 100 y mucho más.

El peligro de vivir en Las Terrenas lo crea la imperiosa necesidad de disfrutarlo todo y, con ello, esclavizarnos bajo la tiranía de una vida sensual, bacanal, festinando nuestras energías en completo desenfreno.  Ahora que lo pienso, quizás debo cambiar y en lugar de cesar mi existencia a los 75 años continuarla hacia los 100, siempre y cuando sea bajo el imperio indescriptible y apabullante de una orgía festinalmente sensual como sólo lo sabe ofrecer nuestro terruño terrenero.

Don Pablo


Soliloquios—5
Por José R. Bourget Tactuk





Francamente es casi imposible saber cuándo le va a tocar a uno morirse. 

Por ejemplo, miren lo que ocurrió a don Pablo. Conocí a don Pablo hace exactamente 30 años cuando yo internaba como capellán en un hospital en Mayaguez, Puerto Rico. La esposa de don Pablo, doña María, estaba muy enferma y cada mañana a las 8, cuando hacía mis rondas, iba primero a su habitación. Eran una parejita lindísima. Siempre encontraba a don Pablo peinando la larga cabellera gris de su esposa. Lo hacía con tanto amor y cuidado, como si el cabello hubiese sido de perlas preciosas y frágiles a las que sólo se podían tocar con sumo cuidado.

Me acuerdo como ahora que era martes en la mañana, el día en que don Pablo se iba a San Sebastián, donde vivían, a lavar la ropa de su esposa. El salía justo al momento cuando yo llegaba a la habitación y lo último que le escuché decir a doña María fue, "ya regreso amorcito, tan pronto termine ya regreso." A mi me susurró, "yo no quiero dejarla pero regreso ya mismo." Don Pablo subió al ascensor y desapareció piso abajo.

Mientras don Pablo iba a lavar la ropa su esposa murió. Me llamaron las enfermeras y enseguida les indiqué que tan pronto sintieran que don Pablo llegaba al piso que me llamaran. Desde mi oficina que quedaba al final del corredor ví cómo, exactamente a la una de la tarde, don Pablo salió del ascensor y rápidamente se dirigió a la habitación de su esposa con la ropa limpia en las manos. Y así como entró de rápido así mismo salió. Yo llegué a la estación de enfermeras justo cuando don Pablo, sus ojos llenos de lágrimas y temiéndose lo peor, le preguntaba a las enfermeras, "¿dónde está nanita, dónde está nanita? Así llamaba cariñosamente a su mujer.

Yo lo abrazé y le pedí que me acompañara a mi oficina. Habían menos de 100 pasos entre la estación de enfermeras y mi oficina y durante cada uno de esos pasos don Pablo susurraba entre sollozos "ay, mi nanita; ay, mi nanita." A mí se me partía el alma. Yo había visto morir a mucha gente ese verano, recuerdo todos los muertos de cáncer, incluyendo a la hermosa Josefina, una jóven de apenas 14 años con un cáncer duodenal irremisible; a los cuatro hijos de la familia Suárez, gente muy rica, que llegaron hechos pedacitos por causa de un accidente automovilístico; a Márgara, cuyo bebé falleció en el parto; y a don Ricardo, fallecido a consecuencia de un infarto fulminante. También me acuerdo de aquella pierna, fuerte y saludable, que me enseño el patólogo mientras me decía sosteniéndola en sus manos, "una pierna tan fuerte y tan bonita, y desperdiciarla así." Se trataba de un accidente de motor sufrido en la bajada de Bella Vista. Yo me las pasaba toda porque era a mí a quien le tocaba compartir las malas noticias con los familiares y hacer los últimos arreglos de lugar.

Pero ninguna de esas increíbles situaciones se me pareció a la de don Pablo. Tan pronto llegamos a la oficina el hombre se me tiró en el piso, comenzó a patalear, a darse en el concreto sólido con la cabeza mientras gritaba "yo quería irme primero, yo quería irme primero." En esos momentos a uno se le entra una cosa que no se puede parar. Abandonando mi rol formal y especializado, yo lo cogí en mis brazos, lo abrazé y llorando juntos le decía "se nos fue llena de su amor, don Pablo, usted le dió su amor como un tesoro y ella se nos fue llenita de amor." En unos minutos se quedó dormido en mis brazos.

Cuando despertó fuimos a la morgue a ver a su nanita. Ya parecía más consolado, todavía la miraba como si por los ojos se pudieran transmitir 70 años de felicidad compartida. Nanita murió a las 88 años y don Pablo tenía 86. Se casaron cuando ella tenía 18 y él 16 y nunca se habían separado el uno del otro. Procrearon 11 varones y adoptaron 3 niñas. Ocho de sus hijos habían muerto primero que ellos.

Don Pablo me regaló algo muy especial. La peineta que había usado esa mañana para peinar la cabellera gris y sedosa de su nanita. La peineta estuvo 20 años conmigo hasta que se desapareció en una de mis mudanzas.

viernes, 10 de abril de 2020

Transitoriedad

LA TRANSITORIEDAD DE LA VIDA. | ZARATUSTRA1947

Hay un espacio en el camino por el que todos transitamos cuando resulta evidente la naturaleza solitaria del trayecto.

Años atrás en Fort Myers, Florida, me tocó salir corriendo de mi carro para ayudar a un conductor que perdió el control de su vehículo y se estrelló en un poste.  Llegué donde él y tan pronto lo vi puse mi mano sobre la ceja izquierda desde donde salía sangre a borbotones.  La presión ayudó a parar la sangre hasta que la ambulancia llegó cinco minutos más tarde y me paré al lado para ver cómo lo atendían.  

No me acuerdo ni su nombre ni sus características básicas, sólo era un hombre muy mayor a quien, según el paramédico, le había salvado la vida.  Se fueron y yo quedé parado ahí solito, con decenas de gentes alrededor quienes contemplaban la escena a distancia.  El dueño del lote de carros frente al cual el anciano había chocado se me acercó y me puso su mano sobre el hombro mientras me decía “eres un héroe”.  De repente, ese momento de solitario  heroísmo se hizo más pesado. 

Así también fue años antes en el Hospital Bella Vista en Mayaguez, Puerto Rico, donde era asistente al capellán y la segunda persona al que llamaban cuando había alguna emergencia.  Esa tarde entré a la habitación 405 junto al equipo del código azul y apenas unos minutos más tarde vi la frustración pintada en todos los colores sobre los rostros del equipo cuando se dieron cuenta que no podían salvar la vida del paciente, un hombre sesentañero de tez india y pelo blanco.  

Vi cómo se le extinguió el aliento de vida ante mis ojos y luego fui yo quien salió de la habitación para darle la noticia a los familiares que esperaban ansiosos y llorosos.  Me sentí muy solo mientras deseaba tener a mi lado un ejército de ángeles para que me ayudaran.

Ahora, ante la presencia del COVID-19, me doy cuenta que la razón por la que los seres humanos pelean no es permanente, sino que es tan furtiva como la niebla al salir el sol.  Es imposible atajar el agua que se filtra por nuestros dedos, como si al abrir la boca ante la lluvia pudiera uno tragar toda el agua que cae.  Imposible.  

La impermanencia de nuestro presencia sobre la tierra y la seguridad de que todo desaparece al cerrar los ojos para siempre nos unifica en la realización de que nada dura.  Esa transitoriedad de todo lo que hoy conocemos que existe debiera hacernos pensar mejor acerca de lo que somos y lo que hacemos desde que abrimos los ojos y lo cerramos en el diario vivir.

Nadie ni nada nos puede acompañar en ese momento solitario cuando el aliento se nos va.  Tanto luchamos para que el aliento quede dentro de nosotros y, caramba, qué fácil se nos puede ir!  Ser humano es un largo trayecto que se hace corto en ese preciso momento de la más abyecta soledad.  Cuando se nos va el aliento no nos llevamos a más nadie, sólo uno se va.

miércoles, 27 de julio de 2011

La Tiranía de la Vida

Renoir, "Almuerzo de remeros", 1881.
Le he dicho a mis hijos (y a mi querida esposa) que no hagan planes conmigo para después de los 75 años.  No veo necesidad en estos momentos de vivir más.  Setenta y cinco años son más que suficientes para vivir castigando este mundo.  Es mejor crear espacio para otra persona.  Ellos me dicen que no debiera hablar así y que no tengo derecho a privarlos de mi presencia como si sus sentimientos o deseos no importaran.  Yo les digo que a mi no me interesa vivir jodiendo a otros estando en el medio por tanto tiempo, que me estén cambiando pañales y que tengan que soportarme enfermedades y testarudeces propias de la edad.  Hablan como si uno tiene que sujetarse a la obligación de vivir porque eso es así.
Terris Chiavo

La vida es realmente una tiranía, una obligación a veces incómoda a veces placentera, como un camino cuya dirección a veces es clara y a veces confusa, pudiendo uno escoger ir a la derecha o a la izquierda, pero siempre terminando en algún destino esperado o inesperado.  Al fin de cuentas, vivir no es solamente el camino sino el trayecto, como lo decía el poeta español Antonio Machado convertido en hermosa melodía por el cantautor español Joan Manuel Serrat, ¨caminante no hay camino, se hace camino al andar.¨

La tiranía de la vida crea dos obligaciones inevitables, una hacia uno mismo y otra hacia los demás.  Son obligaciones que empiezan en el momento de la concepción, cuando ya la madre y el padre comienzan a crearse expectativas y a hacerse dueño de nuestros cuerpos, nuestras mentes y nuestros corazones. ¨Es MI hija¨, ¨YO te crié¨, ¨me debes la vida¨.  Tantas obligaciones son asfixiantes y continúan hasta la muerte, cada año pesando más y más sobre nuestros hombros.  

Bueno, no solamente hay que rendirle tributo a las obligaciones hacia padres y familiares, uno también tiene obligaciones hacia uno mismo: cuidarse, mantenerse saludable, cepillarse los dientes, comer, estudiar, vestirse, sentir y dar placer, respirar, pensar y hacer de nuestras psicosis algo que trabaje a nuestro favor y no en contra.  Es esa obligación lo que nos hace ser los seres vivientes más egoístas sobre la faz de la tierra, porque amparados bajo la tiranía de vivir nos la pasamos asegurando que podamos tener más que los otros y hasta mejor.  Robamos, mentimos, matamos para asegurarnos de cumplir bien la suprema obligación de serle fiel a nuestras propias vidas, y a veces robamos, mentimos y matamos para serle fiel a nuestras obligaciones hacia los demás.

El que está muerto no tiene obligación de nada, ni a sí mismo ni a los demás.  La muerte es la suprema libertad, creando un hueco inmenso que sólo lo llena el vacío de la nada:  cero sentimientos, cero ambigüedades, cero dolor, cero placer, cero obligaciones, sólo el cojoyito de un recuerdo olvidado en las memorias de aquéllos que nos conocieron en vida.

Algunos de nosotros que vivimos bajo el amparo de la belleza imponderable de este terruño terrenero se nos hará más difícil sepàrarnos de las obligaciones de vivir porque Las Terrenas es un ambiente liberante, repleto de francas libertades con sus paralelos libertinajes y muchos vienen aquí simplemente para sentirse libres de hacer lo que les venga en gana, dejando atrás las rigideces creadas por leyes, por familiares, por sociedades, por uno mismo.  Aquí, en estas cuatro esquinas, se puede amar, gozar, bailar, disfrutar, sufrir, llorar, ganar, perder, ayudar o joder y muchos vienen aquí queriendo vivir no solamente 75 años sino 100 y mucho más.

El peligro de vivir en Las Terrenas lo crea la imperiosa necesidad de disfrutarlo todo y, con ello, esclavizarnos bajo la tiranía de una vida sensual, bacanal, festinando nuestras energías en completo desenfreno.  Ahora que lo pienso, quizás debo cambiar y en lugar de cesar mi existencia a los 75 años continuarla hacia los 100, siempre y cuando sea bajo el imperio indescriptible y apabullante de una orgía festinalmente sensual como sólo lo sabe ofrecer nuestro terruño terrenero.


jueves, 7 de abril de 2011

Ultimas Palabras



Desde que tengo conciencia me he preguntado qué es lo que pasa por la mente de una persona justamente en el momento en que sabe que va a morir.  No me refiero a la persona que ha estado enferma y sabe que en cualquier momento su cuerpo sucumbirá a los estragos del cuerpo, ni tampoco a la persona condenada a muerte quien desde su prisión ha pesado y sopesado su pasado y su presente y ha tomado todas las medidas para excusarse y para maldecirse.  Me refiero a las personas que van en un automóvil, o en una pasola, o en un avión, o en un barco, o caminando por la calle o hasta montados en un caballo.  Por causa de un error mecánico, por descuido personal o de otra persona, o por causa de un accidente hay pocos segundos en que descubren que hacia ellos se dirige un evento que no podrán cambiar.  

Pienso en los 8 adolescentes que murieron estrepitósamente en Haras Nacionales cuando regresando de un paseo dominical el chofer embriagado perdió el control del vehículo y en apenas unos segundos los 15 que iban en el van sabían que podrían morir, muriendo algunos de ellos.  Pienso en todos los familiares de Santiago que viajaban para asistir al último novenario de un familiar en San Juan y encontraron la muerte cerca de Azua, embestidos por una patana.  Pienso en las 4 gringas que vi hace unos años detrás de una camioneta, siendo llevadas al hospital del Seguro Social en La Romana, luego de tener un accidente cruzando la represa, sus cuerpos retorcidos en gestos y formas grotestas e imposibles.  

Una noche, saliendo de Juan Dolio, nos pasó aceleradamente un carrito con cuatro pasajeros justo cuando se había puesto totalmente oscuro.  Más adelante sólo vimos los chispazos, se estrellaron contra una patana atravesada en la carretera y que o no pudieron ver o la velocidad no les permitió parar a tiempo.  Fuimos los primeros en la escena, una señora en el asiento de alante derecho parecía decir algo por medio de sus ojos desorbitados, el chofer estaba pegado al timón, sin moverse, los de atrás tampoco se movían.  Parecía algo sacado de película.

Justamente antes de ver a esa patana, antes de presentarse el poste del alumbrado con el que se va a chocar, antes de que el avión se estralle en tierra, ¿qué piensa el que va a morir?  No hay tiempo para decir palabras, para escribir mensajes, para dejar un adios, quizás sólo se piensa en “voy a morir,” pero quizás se piensa en alguien, un ser querido, los hijos, la esposa, la madre.  Tengo una amiga que junto a su familia se encontraba en la costa sur Sri Lanka cuando el terrible Tsunami del 2004 azotó desde Tailandia al resto de los paises que rodean al Océano Indico.  Ella, su esposo y tres hijos estaban en la playa cuando el Tsunami entró y se los llevó a todos.  Milagrosamente todos sobrevivieron, reapareciendo sobre la costa de tiempo en tiempo, todos eran buenos nadadores y lograron salir a salvo.  Otros no fueron tan afortunados.  Me imagino que ellos pensaron muchas cosas cuando se veían separándose unos de los otros, sin manera de regresar ni controlar las fuertes corrientes que los llevaban mar afuera. 

Uno tiene que vivir con las memorias, otros con los remanentes del cuerpo que puedan quedar útiles.  Unos cuantos son perseguidos por un tremendo sentido de culpabilidad, pensando que ellos también debieron morir, no solamente las decenas, o cientos, o miles de personas alrededor de ellos que sí perecieron.  En el tsunami, causado por el terremoto conocido como Sumatra-Andaman, murieron unas 250,000 personas.  Ese día todo el universo debió haber llorado tantas vidas perdidas en asunto de horas.  Hay todavía unas 50,000 personas desaparecidas.  Y justo antes de cada uno morirse o desaparecer tragado por el agua pensaron en algo.  Fue el mismo pensamiento milenario repetido en millones y millones de personas fallecidas en circunstancias trágicas, como un humo de chimenea que se escapa hacia un lugar secreto en el espacio sideral donde se guardan tales pensamientos hasta el fin de la eternidad.

En el 1973 mi amigo Wayne y yo celebramos nuestra graduación de secundaria dando un viaje alrededor del pais en un cepillo Volskswagen recién reconstruído.  En el trayecto entre Hato Mayor y Sabana de la Mar nos quedamos dormidos los dos y seguimos derecho en una curva y descendimos, aún dormidos, por una tremenda zanja.  Nos paró una palma real, medio a medio.  Sobrevivimos pero ese pudo haber sido mi ultimo momento, sobretodo cuando me di cuenta luego de despertar de que un tremendo camión cargado con unas 30 personas fue quien se paró para ayudarnos a salir de la zanja.  Ellos tomaron el cepillo y lo levantaron a mano, colocándolo sobre la carretera; el maldito carro todavía seguía andando.  Pero si nos hubiéramos estrellado contra el camión otra hubiera sido la historia.

No me acuerdo haber pensado nada, estaba dormido.  Pero creo que desde ese día hasta el día de hoy le tengo un gran respeto a la vida.  Y también a la muerte.

jueves, 23 de diciembre de 2010

Vida y Muerte

La vida diaria es un corre-corre entre felicidades y amarguras.  Con sólo 19 añitos la cantante Marta Heredia llegó rápidamente a la cima gracias a un concurso internacional que acaparó la atención de millones de dominicanos y extranjeros.  Este fin de semana en asunto de segundos pudo perder la vida en un accidente de automóvil en la que falleció un ciudadano haitiano bajo circunstancias todavía no totalmente esclarecidas.  

De igual manera el talentoso e indudable rey del pop, Michael Jackson, con apenas 50 años y después de múltiples escándalos, termina su vida por un aparente error médico.  

Elvis Presley, el rey del rock, murió de una sobredosis de medicamentos teniendo apenas 42 años.  

El hijo del Presidente John F. Kennedy, John John, o John Jr., como era conocido, estaba en pleno apogeo personal y profesional cuando su avión cayó al mar matándolo a él, a su esposa y a una cuñada.  Tenía apenas 39 años.  

Roberto Clemente, el pelotero puertorriqueño más famoso murió al caer su avión mientras transportaba alimentos y ayuda para el pueblo de Nicaragua tras un devastador terremoto en diciembre del 1972.  Tenía 38 años.  Es interesante que Clemente había estado en Nicaragua 3 semanas antes del terremoto y a raiz del mismo encabezó un operativo de ayuda, habiendo enviado tres vuelos repletos de suministros.  Al enterarse que el dictador Somoza se había adueñado de la ayuda y que nada había llegado a los sobrevientes preparó un cuarto vuelo para asegurarse él mismo de que los suministros llegarían a la gente, pero fue en ese vuelo que trágicamente murió.  

Atila el Huno, uno de los conquistadores más poderosos y sangrientos de la historia, conquistó rápida y destructivamente a todo el Asia pero murió de una hemorragia nasal durante su noche de bodas.  Generalmente no bebía no comía mucho, pero la noche de su boda comió y bebió demasiado.  Al irse a la cama la nariz le comenzó a sangrar pero estaba tan borracho que no se dió cuenta, muriendo ahogado en su propia sangre.  La gente lo descubrió al día siguiente.  

El reconocidísimo cantante jamaiquino Bob Marley, creador del Reggae, se hirió el gordo grande del pie izquierdo jugando al fútbol y ni se curó ni se atendió la herida.  Quisieron amputarle el dedo para salvarlo, pero el rastafarismo prohibe las amputaciones, por lo que la herida eventualmente se le convirtió en una melanoma que le afectó de cáncer el cerebro, el estómago y los pulmones, muriendo en la cumbre de su carrera musical teniendo apenas 36 años.  

El séptimo presidente de la República Francesa, Félix Fauré, tenía sólo 58 años cuando murió de una apoplejía en su despacho presidencial mientras Marguerite Steinheil, de 30 años, le practicaba sexo oral.  

Pero quizás la muerte más tonta fue la de Alex Mitchell quien comenzó a reir mientras veía una de sus comedias favoritas y luego de estar riendo por 25 minutos contínuos sufrió ataque al corazón y falleció fulminantemente. 

Nunca sabremos cómo vamos a morir, pero podemos vivir sabiendo que algún día moriremos. 

lunes, 14 de junio de 2010

Vida y Muerte

Cambios en la vida comienzan con la muerte

Para entender la vida hay que entender a la muerte. La mejor manera de empezar sería imaginándome muerto, dentro de un ataúd, la puerta cerrada sobre mi rostro, sin respirar, sin moverme y sin pensar en nada. Lo hice una vez dentro de un ataúd y una segunda vez dentro de las entrañas de una caverna, 20 metros bajo tierra, cuando apagué mi linterna y no se veía nada, ni se oía nada y casi no se sentía nada. Oigame, ¡esa fue una experiencia del cachimbo!

La verdad es que comencé a morirme desde antes de nacer. No muerto completo sino muerto a pedacitos. Mis células y hasta organismos completos dentro de mi comenzaron a aniquilarse a sí mismos por el beneficio que causaban a otras partes del todo. Eso tiene un nombre, se le llama apoptosis, un mecanismo de autodestrucción existente en cada organismo multicelular. Por ejemplo, mi mano tiene cinco dedos porque las células que existían entre mis dedos murieron cuando era todavía un embrión. Un embrión, aún desde su etapa de 8 a 10 células depende de la muerte de algunas células (el espermatozoide que penetra al óvulo constituye una primera unidad celular, luego se divide automáticamente en dos células, luego en cuatro, luego en ocho y así hasta alcanzar su madurez genética). En otras palabras, si no fuera por esa muerte nunca hubiera llegado a estar vivo.

Aún de adulto no podría vivir sin la muerte. Sin la apoptosis me moriría completamente cubierto de cánceres. Mis células están constantemente desarrollando mutaciones que podrían producir un caos celular. Pero un sistema interno de vigilancia, como el mantenido por una proteína conocida como p53 (llamada el "guardian del genome") detecta tales errores celulares y les ordena a que cometan suicidio celular masivo.

Esas muertes celulares programadas me mantienen vivo. También permiten que en lo más profundo de mis intestinos las células se regeneren, permitiendo el procesamiento de alimentos y desechos. Igualmente mi piel cambia totalmente cada ocho días, así que nuevas celulas ocupan el lugar de las células que se han suicidado. Si después de levantarme en la mañana tomo las sábanas y las sacudo voy a ver un polvillo en el aire. No es el caliche de la calle sino mi piel muerta, desechada por el cuerpo y recogida por la sábana. Mi colchón, está llenito de células muertas que mi piel desechó, y ese olor peculiar de mi colchón y de mi almohada es de esas células muertas, podridas, apestosas y sucias. Si alguna vez encuentro cucarachas o insectos pequeñitos en mi colchón es porque están buscando a esas células muertas para alimentarse de ellas.

De igual manera, cuando mi cuerpo ha terminado de combatir a una infección y se encuentra repleto de células blancas obsoletas, todas ellas cometen suicidio como si estuvieran obedeciendo una orden militar, para que así la infección e hinchazón subsanen. Si las células blancas no perecen la hinchazón sería permanente. Pus es nada más y nada menos que células blancas muertas.

Ahora cierro mis ojos por un momento y me imagino que dentro de mi cuerpo, ahora mismo, en este mismo instante, hay células que se están muriendo, o suicidándose, para que el resto de mi pueda seguir viviendo. Yo, que pensaba que todo lo que hacía era vivir, me doy cuenta que también me estoy muriendo. No muriendo para morirme, sino muriendo para poder vivir.

Ahora observo a todas esas chicas tan hermosas (derecha), lindas, fragantes, elegantes, eróticas, con el vaivén de sus cadencias, con sus rostros hermosos y sus sonrisas picarezcas, con todas sus promesas y todas sus ofertas (lo mismo se puede decir de los hombres). Se están muriendo. Cada día, cada hora, cada instante, se están muriendo. Partes de ellas se mueren para que el todo de ellas pueda vivir.

Como sé que me estoy muriendo por dentro…para poder vivir, voy a aprovechar al máximo ese sacrificio supremo que han hecho mis células para mantenerme vivo. Ellas quisieron que siguiera vivo para que disfrutara mi vida. Voy a ayudarlas tomando decisiones sabias y honestas en cuanto a mi mismo y a los demás, en cuanto a mi familia, mi ambiente, mis seres queridos, mis amigos y mi comunidad. Y sé que tomando decisiones sabias y sensatas en cuanto a mi mismo, todas las demás personas y la comunidad resultarán beneficiadas.

Te invito a que hagas lo mismo.

miércoles, 2 de junio de 2010

Paciencia

La vida es el cambio que nos ofrece cada día. Aunque a veces parezca imposible la vida sigue el curso de cada día, de sus horas, minutos y segundos, marcando una pauta de avance hacia otro nuevo día mientras nos añejamos esperando que el de hoy pase para que llegue el que sigue. Aunque muchos desearían que los segundos y minutos suspendieran su agitado tronar por el espacio humano, la verdad es que todo sigue sin parar bajo el cielo que todos compartimos.
Paciencia.
A la vida no se la puede agarrar por los moños y forzarla a seguir un sendero pre-escogido o cuidadosamente seleccionado. Aunque nos aflijamos, aunque no podamos dormir, aunque se nos revienten las úlceras estomacales, los días siguen el fluído eterno del universo, el viento entona su cantar a través de ramas y flores, el sol descansa su ardor sobre la arena y la lluvia canta su eterna metamorfosis de agua-gas-agua. Las cositas que pensamos que son resultado de nuestro control son bromas que nos juega el universo para que no nos resulte tan pesado descubrir que, a fin de cuentas, no controlamos nada.
Paciencia.
Millones vienen y millones van, pero si nos elevamos en la atmósfera lo suficientemente alto al fin y al cabo todo se verá tan pequeño! Todo, absolutamente todo, puede terminar en un breve segundo. Si no, pregúntenle a José “el Mambo” Lima, quien con apenas 37 añitos y en el curso de una excelente carrera como pelotero no pudo hacer nada para impedir que su corazón le dijera “basta ya.”
Paciencia.
No sólo es asunto de morir. Es mayormente asunto de vida. Cada aspecto de la existencia sigue el designio perfecto de la física y de la química. Nada se destruye, todo se transforma. Nosotros, los seres humanos; todos los seres vivos desde árboles hasta los microorganismos invisibles dentro de nuestras orejas, se mueven al compás de un ritmo que nadie puede ni avanzar ni parar como le plazca. Por más canas que nos halemos de entre los cabellos que nos quedan, el cielo seguirá donde está, el mar seguirá yendo y viniendo y la arena de hoy entre nuestros dedos terminará siendo la arena de otro lugar, de otra playa y hasta de otros dedos.
Paciencia.
El mal es la enredadera que chupa la sangre de cualquier pared, árbol o casa. Como ente vivo al fin, la enredadera se ve creciente, expansiva, engañosa en su frondosidad y en la complejidad de su telar. Pero la corrupción corrompe y debajo de la aparente vida hay muerte y dolor. Las cosas y las personas se destruyen y otras se autodestruyen bajo el amparo de la corrupción. Es sólo asunto de tiempo.
Paciencia.
El bien es una gota capaz de penetrar la roca más dura. La vida es la esperanza narrada en cada pincelada de nuestro aliento. Hacer el bien es el canto que ofrecemos al pasado y al futuro, es la sonrisa ofrendada al presente, es saber decir que hay una mejor forma de vivir. Sin importar los costos el bien siempre resultará más barato, porque dando el bien se da vida y dando vida nos enriquecemos más. Cuando todos somos ricos todo cuesta menos. Es cuando la maldad nos empobrece que todo nos sale mucho más caro.
Paciencia.
El amor es recostar la cabeza sobre la arena debajo de un almendro y contemplar al sol moverse entre las hojas. Hacer el amor es el momento esperado, cuando las hojas se mueven para dejar pasar el ardor de una estrella incansable. Hay más disfrute en esa espera imposible que en mil fosforitos prendidos al azar. En esa espera hay imágenes y sueños, hay toques y susurros, hay abrazos y consuelos. Más que nada hay pasión, pero no como la describe el sonado regatón. Eso lo puede hacer cualquiera, hasta una máquina. Amar en la paciencia de la espera es el vaivén del mar, la lección de nubes que se transforman cada segundo, haciendo que el azul del cielo sea la película que nunca cansa, que nunca entristece, que siempre permanece.
Paciencia.
¿Cuánto habrá que esperar para que en Las Terrenas más gente pobre viva mejor? ¿Cuánto tendremos que rezar para que el amor al prójimo sea el norte de toda actividad? ¿Cómo podremos motivar a los que tienen poder y recursos para que más de ambos sea compartido equitativamente? ¿Cómo invitamos a los intrépidos ignorantes, vaqueros de la soberbia, buzos de la iniquidad, payasos en la tragedia teatral política, a descubrir la fortaleza y la sabiduría que se obtiene del servicio honesto y solidario hacia los demás?
Paciencia.

Sísifo y el Fénix

  LA DESGRACIA DE SÍSIFO Y LA PROMESA DEL FÉNIX (Escrito en el 2009) Todo el mundo tiene una idea de lo que se debe hacer en Las Terrenas. T...