Para otros ese breve espacio se convierte en el recuerdo de un momento sublime, algo inesperado, totalmente deseado e impredeciblemente eterno, como un beso anticipado, un abrazo empedernido, una sonrisa apacible sobre un colchón sudoroso a quienes las sábanas abrazan como el cielo estrellado a fin de mayo.

Y para otros ese breve espacio de existencia incomparable pudo haber sido el abrazo de una madre, el cariño inigualable de una abuela, o la confianza impecable de un bebé aferrado a los brazos de su padre.
Años atrás caminaba por uno de esos breves espacios en la vida que nos llenan de pasión, humana, sólida, aterradora, pausada pero igualmente creciente, como una burbuja que rompe las entrañas queriendo salir para compartir su sonido, su esencia, su ardor. Montaba bicicleta bajo el

En ese breve espacio aquella tarde de septiembre me tuve que parar al lado del lago para contemplar el nacimiento de mil estrellas que al mismo tiempo aparecieron en ese Chicago-azul-del-cielo como si hubieran

En ese breve espacio de la vida recordé a mis hijos José y Salim y deseé que estuvieran conmigo. No estaban lejos, sólo al otro lado del lago, en Michigan, con su madre, de quien me había divorciado. Las roturas y groserías de la vida, de las que todos somos culpables, por más que traten no pueden romper fácilmente el amor de un padre por sus hijos. Quería tenerlos allí, bajo el mismo cielo Chicago-azul de septiembre, charlando, jugando, riendo, retozando con lo que fuera, a mi lado, al alcance de mi mano, de mi abrazo, de mi cuello, de mi corazón.
Ese momento melancólico pudo haber sido como muchos otros, como cuando me escondía en mi habitación en el segundo piso de la casa de mis abuelos, mirando hacia fuera, hacia esa montaña alta y siempre azul que besa todos los días al valle de Constanza. Parado ante ese marco artesanal, abriendo mis ojos al espacio frente a mi se me antojaba llorar por mi mamá, ausente, lejana, en Nueva York, buscando algo que nunca sabré qué fue, mientras mi hermana y yo compartíamos la ausencia de un hogar que no era más, que bien nunca realmente tuvimos y que profundamente deseábamos.
O quizás fue como cuando se murió mi abuela Fifita, en Santo

Mi abuela se murió sentada, frente a su hija Nilka. Echó un suspiro, entregó al mundo su última mirada sin sonrisas ni enojos y se nos fue. Así de más. Los detalles los supe después, lo que yo sí recordaría baja el amparo de ese Chicago-azul de cielo en septiembre fueron los momentos compartidos con ella, a sus pies y bajo su mirada, los juegos e historias, las preguntas escondidas, las esperanzas de mejor vida—para mi—que desde su corazón hermoso se prendaban para mi.

Todo se va pero en esos breves espacios de la vida queda esa conexión total y firme hacia nuestros hijos, ligados misteriosamente a través de lazos inexplicables pero poderosos y a ellos, a nuestros hijos, les entregamos a veces una lágrima solitaria y valiente, cayendo hacia el infinito del recuerdo, bajo un cielo Chicago-azul, una tarde de septiembre.