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jueves, 7 de abril de 2011

Ultimas Palabras



Desde que tengo conciencia me he preguntado qué es lo que pasa por la mente de una persona justamente en el momento en que sabe que va a morir.  No me refiero a la persona que ha estado enferma y sabe que en cualquier momento su cuerpo sucumbirá a los estragos del cuerpo, ni tampoco a la persona condenada a muerte quien desde su prisión ha pesado y sopesado su pasado y su presente y ha tomado todas las medidas para excusarse y para maldecirse.  Me refiero a las personas que van en un automóvil, o en una pasola, o en un avión, o en un barco, o caminando por la calle o hasta montados en un caballo.  Por causa de un error mecánico, por descuido personal o de otra persona, o por causa de un accidente hay pocos segundos en que descubren que hacia ellos se dirige un evento que no podrán cambiar.  

Pienso en los 8 adolescentes que murieron estrepitósamente en Haras Nacionales cuando regresando de un paseo dominical el chofer embriagado perdió el control del vehículo y en apenas unos segundos los 15 que iban en el van sabían que podrían morir, muriendo algunos de ellos.  Pienso en todos los familiares de Santiago que viajaban para asistir al último novenario de un familiar en San Juan y encontraron la muerte cerca de Azua, embestidos por una patana.  Pienso en las 4 gringas que vi hace unos años detrás de una camioneta, siendo llevadas al hospital del Seguro Social en La Romana, luego de tener un accidente cruzando la represa, sus cuerpos retorcidos en gestos y formas grotestas e imposibles.  

Una noche, saliendo de Juan Dolio, nos pasó aceleradamente un carrito con cuatro pasajeros justo cuando se había puesto totalmente oscuro.  Más adelante sólo vimos los chispazos, se estrellaron contra una patana atravesada en la carretera y que o no pudieron ver o la velocidad no les permitió parar a tiempo.  Fuimos los primeros en la escena, una señora en el asiento de alante derecho parecía decir algo por medio de sus ojos desorbitados, el chofer estaba pegado al timón, sin moverse, los de atrás tampoco se movían.  Parecía algo sacado de película.

Justamente antes de ver a esa patana, antes de presentarse el poste del alumbrado con el que se va a chocar, antes de que el avión se estralle en tierra, ¿qué piensa el que va a morir?  No hay tiempo para decir palabras, para escribir mensajes, para dejar un adios, quizás sólo se piensa en “voy a morir,” pero quizás se piensa en alguien, un ser querido, los hijos, la esposa, la madre.  Tengo una amiga que junto a su familia se encontraba en la costa sur Sri Lanka cuando el terrible Tsunami del 2004 azotó desde Tailandia al resto de los paises que rodean al Océano Indico.  Ella, su esposo y tres hijos estaban en la playa cuando el Tsunami entró y se los llevó a todos.  Milagrosamente todos sobrevivieron, reapareciendo sobre la costa de tiempo en tiempo, todos eran buenos nadadores y lograron salir a salvo.  Otros no fueron tan afortunados.  Me imagino que ellos pensaron muchas cosas cuando se veían separándose unos de los otros, sin manera de regresar ni controlar las fuertes corrientes que los llevaban mar afuera. 

Uno tiene que vivir con las memorias, otros con los remanentes del cuerpo que puedan quedar útiles.  Unos cuantos son perseguidos por un tremendo sentido de culpabilidad, pensando que ellos también debieron morir, no solamente las decenas, o cientos, o miles de personas alrededor de ellos que sí perecieron.  En el tsunami, causado por el terremoto conocido como Sumatra-Andaman, murieron unas 250,000 personas.  Ese día todo el universo debió haber llorado tantas vidas perdidas en asunto de horas.  Hay todavía unas 50,000 personas desaparecidas.  Y justo antes de cada uno morirse o desaparecer tragado por el agua pensaron en algo.  Fue el mismo pensamiento milenario repetido en millones y millones de personas fallecidas en circunstancias trágicas, como un humo de chimenea que se escapa hacia un lugar secreto en el espacio sideral donde se guardan tales pensamientos hasta el fin de la eternidad.

En el 1973 mi amigo Wayne y yo celebramos nuestra graduación de secundaria dando un viaje alrededor del pais en un cepillo Volskswagen recién reconstruído.  En el trayecto entre Hato Mayor y Sabana de la Mar nos quedamos dormidos los dos y seguimos derecho en una curva y descendimos, aún dormidos, por una tremenda zanja.  Nos paró una palma real, medio a medio.  Sobrevivimos pero ese pudo haber sido mi ultimo momento, sobretodo cuando me di cuenta luego de despertar de que un tremendo camión cargado con unas 30 personas fue quien se paró para ayudarnos a salir de la zanja.  Ellos tomaron el cepillo y lo levantaron a mano, colocándolo sobre la carretera; el maldito carro todavía seguía andando.  Pero si nos hubiéramos estrellado contra el camión otra hubiera sido la historia.

No me acuerdo haber pensado nada, estaba dormido.  Pero creo que desde ese día hasta el día de hoy le tengo un gran respeto a la vida.  Y también a la muerte.

jueves, 23 de diciembre de 2010

Vida y Muerte

La vida diaria es un corre-corre entre felicidades y amarguras.  Con sólo 19 añitos la cantante Marta Heredia llegó rápidamente a la cima gracias a un concurso internacional que acaparó la atención de millones de dominicanos y extranjeros.  Este fin de semana en asunto de segundos pudo perder la vida en un accidente de automóvil en la que falleció un ciudadano haitiano bajo circunstancias todavía no totalmente esclarecidas.  

De igual manera el talentoso e indudable rey del pop, Michael Jackson, con apenas 50 años y después de múltiples escándalos, termina su vida por un aparente error médico.  

Elvis Presley, el rey del rock, murió de una sobredosis de medicamentos teniendo apenas 42 años.  

El hijo del Presidente John F. Kennedy, John John, o John Jr., como era conocido, estaba en pleno apogeo personal y profesional cuando su avión cayó al mar matándolo a él, a su esposa y a una cuñada.  Tenía apenas 39 años.  

Roberto Clemente, el pelotero puertorriqueño más famoso murió al caer su avión mientras transportaba alimentos y ayuda para el pueblo de Nicaragua tras un devastador terremoto en diciembre del 1972.  Tenía 38 años.  Es interesante que Clemente había estado en Nicaragua 3 semanas antes del terremoto y a raiz del mismo encabezó un operativo de ayuda, habiendo enviado tres vuelos repletos de suministros.  Al enterarse que el dictador Somoza se había adueñado de la ayuda y que nada había llegado a los sobrevientes preparó un cuarto vuelo para asegurarse él mismo de que los suministros llegarían a la gente, pero fue en ese vuelo que trágicamente murió.  

Atila el Huno, uno de los conquistadores más poderosos y sangrientos de la historia, conquistó rápida y destructivamente a todo el Asia pero murió de una hemorragia nasal durante su noche de bodas.  Generalmente no bebía no comía mucho, pero la noche de su boda comió y bebió demasiado.  Al irse a la cama la nariz le comenzó a sangrar pero estaba tan borracho que no se dió cuenta, muriendo ahogado en su propia sangre.  La gente lo descubrió al día siguiente.  

El reconocidísimo cantante jamaiquino Bob Marley, creador del Reggae, se hirió el gordo grande del pie izquierdo jugando al fútbol y ni se curó ni se atendió la herida.  Quisieron amputarle el dedo para salvarlo, pero el rastafarismo prohibe las amputaciones, por lo que la herida eventualmente se le convirtió en una melanoma que le afectó de cáncer el cerebro, el estómago y los pulmones, muriendo en la cumbre de su carrera musical teniendo apenas 36 años.  

El séptimo presidente de la República Francesa, Félix Fauré, tenía sólo 58 años cuando murió de una apoplejía en su despacho presidencial mientras Marguerite Steinheil, de 30 años, le practicaba sexo oral.  

Pero quizás la muerte más tonta fue la de Alex Mitchell quien comenzó a reir mientras veía una de sus comedias favoritas y luego de estar riendo por 25 minutos contínuos sufrió ataque al corazón y falleció fulminantemente. 

Nunca sabremos cómo vamos a morir, pero podemos vivir sabiendo que algún día moriremos. 

lunes, 14 de junio de 2010

Vida y Muerte

Cambios en la vida comienzan con la muerte

Para entender la vida hay que entender a la muerte. La mejor manera de empezar sería imaginándome muerto, dentro de un ataúd, la puerta cerrada sobre mi rostro, sin respirar, sin moverme y sin pensar en nada. Lo hice una vez dentro de un ataúd y una segunda vez dentro de las entrañas de una caverna, 20 metros bajo tierra, cuando apagué mi linterna y no se veía nada, ni se oía nada y casi no se sentía nada. Oigame, ¡esa fue una experiencia del cachimbo!

La verdad es que comencé a morirme desde antes de nacer. No muerto completo sino muerto a pedacitos. Mis células y hasta organismos completos dentro de mi comenzaron a aniquilarse a sí mismos por el beneficio que causaban a otras partes del todo. Eso tiene un nombre, se le llama apoptosis, un mecanismo de autodestrucción existente en cada organismo multicelular. Por ejemplo, mi mano tiene cinco dedos porque las células que existían entre mis dedos murieron cuando era todavía un embrión. Un embrión, aún desde su etapa de 8 a 10 células depende de la muerte de algunas células (el espermatozoide que penetra al óvulo constituye una primera unidad celular, luego se divide automáticamente en dos células, luego en cuatro, luego en ocho y así hasta alcanzar su madurez genética). En otras palabras, si no fuera por esa muerte nunca hubiera llegado a estar vivo.

Aún de adulto no podría vivir sin la muerte. Sin la apoptosis me moriría completamente cubierto de cánceres. Mis células están constantemente desarrollando mutaciones que podrían producir un caos celular. Pero un sistema interno de vigilancia, como el mantenido por una proteína conocida como p53 (llamada el "guardian del genome") detecta tales errores celulares y les ordena a que cometan suicidio celular masivo.

Esas muertes celulares programadas me mantienen vivo. También permiten que en lo más profundo de mis intestinos las células se regeneren, permitiendo el procesamiento de alimentos y desechos. Igualmente mi piel cambia totalmente cada ocho días, así que nuevas celulas ocupan el lugar de las células que se han suicidado. Si después de levantarme en la mañana tomo las sábanas y las sacudo voy a ver un polvillo en el aire. No es el caliche de la calle sino mi piel muerta, desechada por el cuerpo y recogida por la sábana. Mi colchón, está llenito de células muertas que mi piel desechó, y ese olor peculiar de mi colchón y de mi almohada es de esas células muertas, podridas, apestosas y sucias. Si alguna vez encuentro cucarachas o insectos pequeñitos en mi colchón es porque están buscando a esas células muertas para alimentarse de ellas.

De igual manera, cuando mi cuerpo ha terminado de combatir a una infección y se encuentra repleto de células blancas obsoletas, todas ellas cometen suicidio como si estuvieran obedeciendo una orden militar, para que así la infección e hinchazón subsanen. Si las células blancas no perecen la hinchazón sería permanente. Pus es nada más y nada menos que células blancas muertas.

Ahora cierro mis ojos por un momento y me imagino que dentro de mi cuerpo, ahora mismo, en este mismo instante, hay células que se están muriendo, o suicidándose, para que el resto de mi pueda seguir viviendo. Yo, que pensaba que todo lo que hacía era vivir, me doy cuenta que también me estoy muriendo. No muriendo para morirme, sino muriendo para poder vivir.

Ahora observo a todas esas chicas tan hermosas (derecha), lindas, fragantes, elegantes, eróticas, con el vaivén de sus cadencias, con sus rostros hermosos y sus sonrisas picarezcas, con todas sus promesas y todas sus ofertas (lo mismo se puede decir de los hombres). Se están muriendo. Cada día, cada hora, cada instante, se están muriendo. Partes de ellas se mueren para que el todo de ellas pueda vivir.

Como sé que me estoy muriendo por dentro…para poder vivir, voy a aprovechar al máximo ese sacrificio supremo que han hecho mis células para mantenerme vivo. Ellas quisieron que siguiera vivo para que disfrutara mi vida. Voy a ayudarlas tomando decisiones sabias y honestas en cuanto a mi mismo y a los demás, en cuanto a mi familia, mi ambiente, mis seres queridos, mis amigos y mi comunidad. Y sé que tomando decisiones sabias y sensatas en cuanto a mi mismo, todas las demás personas y la comunidad resultarán beneficiadas.

Te invito a que hagas lo mismo.

miércoles, 2 de junio de 2010

Paciencia

La vida es el cambio que nos ofrece cada día. Aunque a veces parezca imposible la vida sigue el curso de cada día, de sus horas, minutos y segundos, marcando una pauta de avance hacia otro nuevo día mientras nos añejamos esperando que el de hoy pase para que llegue el que sigue. Aunque muchos desearían que los segundos y minutos suspendieran su agitado tronar por el espacio humano, la verdad es que todo sigue sin parar bajo el cielo que todos compartimos.
Paciencia.
A la vida no se la puede agarrar por los moños y forzarla a seguir un sendero pre-escogido o cuidadosamente seleccionado. Aunque nos aflijamos, aunque no podamos dormir, aunque se nos revienten las úlceras estomacales, los días siguen el fluído eterno del universo, el viento entona su cantar a través de ramas y flores, el sol descansa su ardor sobre la arena y la lluvia canta su eterna metamorfosis de agua-gas-agua. Las cositas que pensamos que son resultado de nuestro control son bromas que nos juega el universo para que no nos resulte tan pesado descubrir que, a fin de cuentas, no controlamos nada.
Paciencia.
Millones vienen y millones van, pero si nos elevamos en la atmósfera lo suficientemente alto al fin y al cabo todo se verá tan pequeño! Todo, absolutamente todo, puede terminar en un breve segundo. Si no, pregúntenle a José “el Mambo” Lima, quien con apenas 37 añitos y en el curso de una excelente carrera como pelotero no pudo hacer nada para impedir que su corazón le dijera “basta ya.”
Paciencia.
No sólo es asunto de morir. Es mayormente asunto de vida. Cada aspecto de la existencia sigue el designio perfecto de la física y de la química. Nada se destruye, todo se transforma. Nosotros, los seres humanos; todos los seres vivos desde árboles hasta los microorganismos invisibles dentro de nuestras orejas, se mueven al compás de un ritmo que nadie puede ni avanzar ni parar como le plazca. Por más canas que nos halemos de entre los cabellos que nos quedan, el cielo seguirá donde está, el mar seguirá yendo y viniendo y la arena de hoy entre nuestros dedos terminará siendo la arena de otro lugar, de otra playa y hasta de otros dedos.
Paciencia.
El mal es la enredadera que chupa la sangre de cualquier pared, árbol o casa. Como ente vivo al fin, la enredadera se ve creciente, expansiva, engañosa en su frondosidad y en la complejidad de su telar. Pero la corrupción corrompe y debajo de la aparente vida hay muerte y dolor. Las cosas y las personas se destruyen y otras se autodestruyen bajo el amparo de la corrupción. Es sólo asunto de tiempo.
Paciencia.
El bien es una gota capaz de penetrar la roca más dura. La vida es la esperanza narrada en cada pincelada de nuestro aliento. Hacer el bien es el canto que ofrecemos al pasado y al futuro, es la sonrisa ofrendada al presente, es saber decir que hay una mejor forma de vivir. Sin importar los costos el bien siempre resultará más barato, porque dando el bien se da vida y dando vida nos enriquecemos más. Cuando todos somos ricos todo cuesta menos. Es cuando la maldad nos empobrece que todo nos sale mucho más caro.
Paciencia.
El amor es recostar la cabeza sobre la arena debajo de un almendro y contemplar al sol moverse entre las hojas. Hacer el amor es el momento esperado, cuando las hojas se mueven para dejar pasar el ardor de una estrella incansable. Hay más disfrute en esa espera imposible que en mil fosforitos prendidos al azar. En esa espera hay imágenes y sueños, hay toques y susurros, hay abrazos y consuelos. Más que nada hay pasión, pero no como la describe el sonado regatón. Eso lo puede hacer cualquiera, hasta una máquina. Amar en la paciencia de la espera es el vaivén del mar, la lección de nubes que se transforman cada segundo, haciendo que el azul del cielo sea la película que nunca cansa, que nunca entristece, que siempre permanece.
Paciencia.
¿Cuánto habrá que esperar para que en Las Terrenas más gente pobre viva mejor? ¿Cuánto tendremos que rezar para que el amor al prójimo sea el norte de toda actividad? ¿Cómo podremos motivar a los que tienen poder y recursos para que más de ambos sea compartido equitativamente? ¿Cómo invitamos a los intrépidos ignorantes, vaqueros de la soberbia, buzos de la iniquidad, payasos en la tragedia teatral política, a descubrir la fortaleza y la sabiduría que se obtiene del servicio honesto y solidario hacia los demás?
Paciencia.

sábado, 15 de diciembre de 2007

Fuga de Vida

La última vez que Ernesto pensó en su hijita, Marta, fue cuando miró hacia arriba, desde el suelo, sentado en su asiento del camión, con las cuatro llantas hacia arriba y sintiendo el calor del fuego que comenzó en la parte atrás del vehículo. Estaba todavía en su asiento, pero apiñado contra el techo de la cabina, pies hacia arriba, su cuello torcido y la cabeza echada hacia la derecha, forzados contra el techo que ahora era el piso, el guía de conducir presionando sobre su pecho y el vidrio roto. Vió gotas de sangre cayendo desde arriba y ahí fue que se dio cuenta de que le salía sangre de las piernas. De repente también se dio cuenta de que su mano derecha estaba aprisionada contra el mostrador del frente del camión, presionada contra el guía de conducir. Se sintió muy raro al darse cuenta de que no sentía nada en esa mano y entonces, después de pensar en su Martita de 7 años dijo en voz alta, “carajo, hoy me va a tocar morirme camino a la maldita capital.” Ernesto tuvo mejor suerte, en el carro con el que chocó en la famosa curva del kilómetro 28 de la autopista Duarte, llevaba cuatro pasajeros y los cuatro estaban esparcidos en la autopista, muertos, el Toyota Corolla totalmente destrozado, el motor fuera del vehículo y en el medio de la misma autopista. Al conductor se le cortó la cabeza de cuajo y se la podía ver en la cuneta.

En menos de cinco minutos aquello se llenó de carros y de gente. Los curiosos se pusieron a ver los cuerpos muertos sobre la autopista. El conductor de un camión de la Coca Cola salió corriendo, extinguidor en mano, acercándose donde estaba Ernesto y rociando el químico detrás de la cabina desde donde comenzaba el fuego. Otros dos hombres aparecieron, uno con una pala, tratando de limpiar los vidrios rotos y ver si podía sacar a Ernesto después de soltarle la mano del guía. Lo último de lo que se acordó Ernesto fue de que tenía un gran dolor en el cuello y que cuando lo sacaban por la parte del frente del camión notó que nunca antes el cielo había estado tan brillante.

Siete días después sus ojos se abrieron en la sala de cuidados intensivos del hospital. Había una cortina azul y blanca sobre la ventana del lado derecho, habían tres camas más, vacías, y detrás de un pequeño escritorio vió a una enfermera escribiendo algo sobre un cuaderno de apuntes. Quiso hablar, pero no pudo. Lo único que le salió fue un gruñido y entonces se dio cuenta de que tenía algo metido por la boca. Quiso quitárselo con la mano pero la misma no le respondió. Fue entonces que notó la máquina a su lado derecho con una goma que subía y bajaba y un monitor con una rayitas que se movían. No sabía nada de qué diablos era todo eso o para qué servían, pero meses después entendió que lo que movía de arriba para abajo era la máquina que lo mantenía respirando y las rayitas era el monitor de presión arterial.

Con el gruñido atrajo la atención de la enfermera quien acudió a su lado enseguida, le tomó el pulso sin decir palabras, miró al monitor, le sonrió y entonces apretó un botón en unos controles en su cama. En algunos segundos apareció una mujer con bata blanca, quien le abrió los ojos para verle mejor las pupilas, le tomó el pulso otra vez, cambió un poquito el control del suero que tenía del otro lado y ella también sonrió. “Parece que se salvó de esta, de puro milagro, los otros ya están enterrados.” Ernesto pensó que eran los del Toyota que se le atravesaron en la autopista, pero entonces se acordó que junto a él en la cabina venían otras dos personas. “Ay, Dios mío,” pensó. Uno era su peón, Chepe, y el otro era su cuñado Marcelo quien se había subido con él en Bonao para ir a la capital a recoger la cuna nueva para su bebé recién nacido. Enseguida pensó en su Martita, por segunda vez desde el accidente y se le entraron unas ganas inmensas de llorar.
En eso se abrió una puerta y vió a su mujer entrar por ella, el llanto a flor de piel, la alegría escondida detrás del dolor y las horas de angustia, y la esperanza saliendo a borbotones por ojos, cejas, pestañas, labios, orejas y por sus labios, “Ay amorcito querido del alma, bendito sea, Señor, gracias Señor, alabado sea tu nombre, ay Dios mío, ay Dios mío, ay Dios mío…” Y por ahí siguió hasta que llegó a su cama, se le tiró encima como pudo con un cuidado que sólo una acróbata experta podía tener para meterse en medio de cables eléctricos y de suero sin tocar ninguno. Lo besó en la frente, lo agarró por la mano, le besó la mejilla, lo miró con ganas de comérselo vivo. Carajo, se sienten tantas cosas cuando el que se creía muerte vuelve a la vida.

Ernesto me contaba esas cosas en el bote que cruza la bahía, camino a Sabana de la Mar, porque le pregunté sobre su cicatriz en la frente y en la mano derecha. Me dijo la historia y yo pensé que a uno se le puede ir la vida en un dos por tres, como si nada. Dicen las malas lenguas que “somos hijos de la muerte.” Yo pensé sobre las coincidencias de la vida, porque justo esa mañana del sábado pasado camino al puerto de Samaná para partir hacia Los Haitises, pasando por la curvita de la muerte después de El Limón, había un camión tanquero lleno de diesel, llantas arriba, estrellado contra la parte de la curva que tiene una montañita. Todo el vecindario había salido de sus casas con botellas, bidones y cubetas de pintura para llenarlas del diesel que corría por la cuneta. Imagínense, quizás 20,000 galones de diesel bajando por esas cunetas hacia El Limón, gracias a este tanquero que escogió estrellarse en la mañana del sábado. Me pregunto qué le pasó al conductor, a lo mejor está vivito y coleando, o a lo mejor terminó como Ernesto, en cuidado intensivo.

Los que no han pasado la experiencia de Ernesto tratan a la vida como un relajo. Lo hacen tanto los que trabajan en el sistema sanitario de Las Terrenas, que nos tratan como cerdos de pocilga, sin atención a la dignidad de la vida; con un descuido inmenso en lo que están haciendo, lo hacen los motoristas locos calibrando en ese lodo de nuestras calles; lo hacen muchos de los conductores de todos tipos de vehículos y los hacemos todos nosotros, cada vez que nos olvidamos que la vida se puede perder en un instante. Si no me lo creen, pregúntenselo a Ernesto.

Sísifo y el Fénix

  LA DESGRACIA DE SÍSIFO Y LA PROMESA DEL FÉNIX (Escrito en el 2009) Todo el mundo tiene una idea de lo que se debe hacer en Las Terrenas. T...