Esa noche Yahaira dijo las palabras que Rafael había esperado por muchos meses. “A las ocho, en el lugar de siempre,” y las palabras mismas eran recordadas como ecos retumbantes dentro de las paredes de su cuerpo, de su corazón, de su alma. No se trataba solamente del deseo carnal sino de sentimientos ancestrales, de unir esa necesidad constante y cortante de la carne con la pujante monstruosidad del deseo de poseer, de tener, de adueñarse de algo ajeno, prohibido pero eternamente ansiado.
A todos nos llega un momento como ese, el secreto que sólo dos conocen con todo lujo de detalles, la ansiedad, la palpitante agonía de querer que los días, horas, minutos y segundos desaparezcan como el viento de cuaresma. La boca se hace agua, como cuando vemos los mangos colgados de sus ramos, tentando nuestros ojos y nuestras manos y aunque estén verdes (y lo sabemos) le tiramos piedras sólo para verlos caer. No importa el desperdicio de cientos de mangos si termina en que nos comamos una docena de ellos. Debajo de cada mata de mango hay cientos de piedras y de mangos verdes, el recuerdo de momentos en que la lujuria de la mordida no pudo aguantarse y sucumbimos al intenso placer del zumo agridulce de la codicia.
Rafael podía probar en su boca ese jugo agridulce e interminable de la anticipación, porque nada es tan suculento como la sorpresa que se anticipa, el pecado que convertirá deseos en placeres, el abrazo que derretirá todas las ansiedades engavetadas para transformarlas en dulce de coco empalagantemente delicioso.
¡Cómo es posible que ocho palabras calaran tan profundo en el interior de un ser humano! “A las ocho, en el lugar de siempre.” Eso sólo lo entienden otras personas que han escuchado las mismas palabras, los que han visto el maratón de sangre y aire corriendo por arterias y pulmones, el palpitar incesante que repite en sus adentros “sí, sí, sí!!!!” Las personas raras veces entienden el impacto que sus palabras causan en llos demás. El niño que constantemente escucha lo malo terminará un fracasado, la mujer que incesantemente oye su desgracia termina siendo una asesina de sus propias verdades, el hombre que oyó vez tras vez que es un inútil termina sirviendo solamente para cambiar los bombillos de la casa. Los seres humanos nos hablamos constantemente y constantemente nos edificamos o nos destruímos.
Rafael quería saber más, quería que Yahaira le anticipara mejor el momento, deseaba en lo más profundo de su ser escuchar dos palabras más: “ven listo.” Listo, sí, para todo, para llegar hasta el fin del mundo, para hacer girar las horas en dirección opuesta, para parar todos los vientos y todas las olas, para decirle al sol que regresara de donde vino, para ordenarle a la luna que se ocultara para siempre, para recordarle a las estrellas que podía hacer que brillaran eternamente, para hacer que el calor de dos cuerpos encontrados fuese capaz de encender todos los volcanes en la bolita del mundo y se derramaran todas las botellitas de sangre que existan en el universo. “Ven listo” era una promesa, era una orden, era un imprevisto, era una ansiedad, era una condena, era la soga en el cuello y la espada contra la pared. “Mardita!!", alcanzó a decir Rafael, “tú me vas a dar un ataque al corazón.” Yahaira no escuchó esas palabras, ya había colgado el teléfono, pero si pudiera ver a Rafael en secreto se hubiera arrepentido de haberle causado semejante consternación. Como ocurre a menudo, las mujeres no saben totalmente lo mucho que los hombres dependen de ellas.
Si yo pudiera contarles lo que ocurrió es posible que ustedes también pensaran lo que yo pensé. Llegó el día, llegó la hora, llegó el minuto, llegó el segundo, no en hora dominicana sino en “hora gringa.” Eran las ocho en punto y Rafael esperaba en el lugar de siempre. Se maldijo mil veces por no haber hecho pipí antes de venir, allí estaba él y la vejiga casi se le explotaba. “Ven Yahaira, ven Yahaira, ven Yahaira,” se repetía vez tras vez. Pasaron las ocho, luego las ocho y media, después las nueve y, finalmente, a las diez Rafael comprendió que Yahaira no cumpliría con la promesa. En ese momento comprendió muchas cosas, sus ojos se fueron abriendo poco a poco, su ansiada esperanza, sus deseos anticipados se convirtieron en bilis amarga y espesa. En su angustia llegó a abrazar el sentir de tantas personas que han escuchado semejantes promesas en toda la historia de la humanidad. No hay nada tan pesaroso y tan azaroso como las mentiras y las promesas incumplidas.
Millones de preguntas se enconden detrás de la frase "por qué no vino?" Los que sobrevivimos a esas hecatombes continuamos sembrando esperanza. Cuando el azaroso incumplimiento del más profundo de nuestros deseos cambia nuestras verdades es tiempo de que sembremos nuevas esperanzas y nuevas realidades. Pobre Rafael. Felices nosotros.
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