El hombre que me miraba a los ojos lo hacía de manera persistente, inquisitiva pero con la calma de la sabiduría. No me acuerdo su nombre pero era un homme sagé (hombre sabio), uno de esas figuras que se encuentran en todas partes del mundo, en aldeas y ciudades, en callejones y balcones, inspirando vidas y aspirando mundos. Era lunes de noche frente al mercado central de Djenné, en Mali, Africa Occidental y como todos los lunes se había terminado el mercado libre del pueblo. Algunos vendedores guardaban sus cosas y detrás de las cortinas y particiones se podían ver las columnas de barro de la afamada mezquita de Djenné, dedicada por la UNESCO como una de las contribuciones culturales universales.
El fuego de la hoguera daba a los ojos de este hombre la languidez del djeli, el griot que transporta cientos de años de historia sobre sus hombros, su mente y su corazón, los que interpreta con su música utilizando la tradicional kora, una especie de arpa construída con el coparazón de un jilguero.. Estaba vestido con un boubou morado brillante (vestido tradicional del oeste africano) y era tan brillante que la luz de la hoguera hacía que el boubou pareciera la pantalla de una televisión sobre la cual se proyectaba la historia de los mándingas (uno de los grupos étnicos mayoritarios). A su lado, una mujer Fulani miraba al fuego cabizbaja, sus gigantescos aretes de oro puro reposando mansamente sobre sus hombros. (Djeli a la derecha).
Eran casi las diez de la noche y el cielo estrellado me revelaba mucho más de ese universo especial, allende al Sahara, con el harmattan (nube de polvo que baja del desierto) todavía entre mis narices y el recuerdo todavía reciente de la chica francesa bajo el flamboyán gigante tocando guitarra, sus senos esculturales abiertos al universo como mangos injertos rellenos de azúcar y miel, mientras todos nosotros, hombres y mujeres, cantábamos con ella, suspirábamos por ella e idealizábamos fantasías imposibles bajo aquél cielo repleto de estrellas, repleto de historias, de experiencias y de máscaras senoufos, bámbaras y dogones al lado del río Niger.
El djeli agarró su kora y entonó canciones inmortales en un idioma arrancado directamente del edén, como Salif Keita cantando “Moussoulou” mientras dos mujeres del callejón hacen fufu en el pilón (fufu es el mangú pero hecho en pilón de café). Juro por todos los vientos que en ese momento de esa noche quería morir para que mi espiíritu se quedara girando para siempre sobre Djenné, abrazado a los pechos de esa trovadora anónima, tomando café hecho por el djeli y escuchando su música ancestral hasta que el polvo de mis entrañas regresara para siempre al Sahara montado en un bote sobre el Niger justo a la puesta de sol. (Izq., Mujer Fulani de Mali, esos son aretes de puro oro).
Juro por todos los vientos que en ese momento de esa noche quería morir para que mi espiíritu se quedara girando para siempre sobre Djenné,
Mi djeli me miraba mientras cantaba, pero no me miraba solamente a mi. Me imagino que al mirarme pensaba en todos los otros rostros de todas partes del mundo, en todos los idiomas, de todas las nacionalidades y con todas las esperanzas que habrían llegado ante la puerta de su hogar frente a la plaza de Djenné. Mientras el relataba con su canto historias perpetuas nosotros los oyentes creábamos nuestras propias historias, nuestras memorias, nuestra música y nuestros ensueños y fantasías. Todo lo que se necesita para distanciarnos de la realidad es crear una memoria nueva, ardiente, tajante, crujiente, que nos acerque más al deseo universal que todos tenemos de poder abrazar a la humanidad más completa y más total, dejando atrás todas las pequeñeces y estupideces que cantan en nuestros oídos los demonios de la ignorancia.
Ver el atardecer sobre las paredes de la mezquita de Djenné es una experiencia insuperable, ulular al compás de la melodía milenaria del djeli es abrazarse al presente besando el letargo del pasado; y, más que nada, sentir ese enlace profundo que une un alma al universo de nuestra compartida humanidad es tocar al paraíso con pies y manos. (Der., puesta de sol sobre el río Niger, los colores tienen mucho que ver con el polvo del Sahara).
Mi deseo de navidad*
Yo sólo espero que mis hermanos y hermanas de todo el mundo que pisan este terruño terrenero por primera vez puedan llevarse consigo memorias igualmente imperecederas, marcando sus vidas para siempre con la hospitalidad y el cariño de gente como nosotros, aspirantes de una visa al paraíso, no al Montecarlo degraciao ese que nos tiene casi jxdidxs. Quiero un paraíso que se disfrute un día a la vez, un segundo a la vez, un canto a la vez, una bachata a la vez, un beso a la vez, pero repitiendo ese beso mil cuchocientas veces. (abajo, puesta de sol en Las Terrenas, un mismo sol, un mismo universo).
Ali Farka Toure tocando la Kora
Dos gigantes, Salif Keita (Mali) y Cesaria Evora (Cabo Verde)
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