sábado, 15 de diciembre de 2007

Fuga de Vida

La última vez que Ernesto pensó en su hijita, Marta, fue cuando miró hacia arriba, desde el suelo, sentado en su asiento del camión, con las cuatro llantas hacia arriba y sintiendo el calor del fuego que comenzó en la parte atrás del vehículo. Estaba todavía en su asiento, pero apiñado contra el techo de la cabina, pies hacia arriba, su cuello torcido y la cabeza echada hacia la derecha, forzados contra el techo que ahora era el piso, el guía de conducir presionando sobre su pecho y el vidrio roto. Vió gotas de sangre cayendo desde arriba y ahí fue que se dio cuenta de que le salía sangre de las piernas. De repente también se dio cuenta de que su mano derecha estaba aprisionada contra el mostrador del frente del camión, presionada contra el guía de conducir. Se sintió muy raro al darse cuenta de que no sentía nada en esa mano y entonces, después de pensar en su Martita de 7 años dijo en voz alta, “carajo, hoy me va a tocar morirme camino a la maldita capital.” Ernesto tuvo mejor suerte, en el carro con el que chocó en la famosa curva del kilómetro 28 de la autopista Duarte, llevaba cuatro pasajeros y los cuatro estaban esparcidos en la autopista, muertos, el Toyota Corolla totalmente destrozado, el motor fuera del vehículo y en el medio de la misma autopista. Al conductor se le cortó la cabeza de cuajo y se la podía ver en la cuneta.

En menos de cinco minutos aquello se llenó de carros y de gente. Los curiosos se pusieron a ver los cuerpos muertos sobre la autopista. El conductor de un camión de la Coca Cola salió corriendo, extinguidor en mano, acercándose donde estaba Ernesto y rociando el químico detrás de la cabina desde donde comenzaba el fuego. Otros dos hombres aparecieron, uno con una pala, tratando de limpiar los vidrios rotos y ver si podía sacar a Ernesto después de soltarle la mano del guía. Lo último de lo que se acordó Ernesto fue de que tenía un gran dolor en el cuello y que cuando lo sacaban por la parte del frente del camión notó que nunca antes el cielo había estado tan brillante.

Siete días después sus ojos se abrieron en la sala de cuidados intensivos del hospital. Había una cortina azul y blanca sobre la ventana del lado derecho, habían tres camas más, vacías, y detrás de un pequeño escritorio vió a una enfermera escribiendo algo sobre un cuaderno de apuntes. Quiso hablar, pero no pudo. Lo único que le salió fue un gruñido y entonces se dio cuenta de que tenía algo metido por la boca. Quiso quitárselo con la mano pero la misma no le respondió. Fue entonces que notó la máquina a su lado derecho con una goma que subía y bajaba y un monitor con una rayitas que se movían. No sabía nada de qué diablos era todo eso o para qué servían, pero meses después entendió que lo que movía de arriba para abajo era la máquina que lo mantenía respirando y las rayitas era el monitor de presión arterial.

Con el gruñido atrajo la atención de la enfermera quien acudió a su lado enseguida, le tomó el pulso sin decir palabras, miró al monitor, le sonrió y entonces apretó un botón en unos controles en su cama. En algunos segundos apareció una mujer con bata blanca, quien le abrió los ojos para verle mejor las pupilas, le tomó el pulso otra vez, cambió un poquito el control del suero que tenía del otro lado y ella también sonrió. “Parece que se salvó de esta, de puro milagro, los otros ya están enterrados.” Ernesto pensó que eran los del Toyota que se le atravesaron en la autopista, pero entonces se acordó que junto a él en la cabina venían otras dos personas. “Ay, Dios mío,” pensó. Uno era su peón, Chepe, y el otro era su cuñado Marcelo quien se había subido con él en Bonao para ir a la capital a recoger la cuna nueva para su bebé recién nacido. Enseguida pensó en su Martita, por segunda vez desde el accidente y se le entraron unas ganas inmensas de llorar.
En eso se abrió una puerta y vió a su mujer entrar por ella, el llanto a flor de piel, la alegría escondida detrás del dolor y las horas de angustia, y la esperanza saliendo a borbotones por ojos, cejas, pestañas, labios, orejas y por sus labios, “Ay amorcito querido del alma, bendito sea, Señor, gracias Señor, alabado sea tu nombre, ay Dios mío, ay Dios mío, ay Dios mío…” Y por ahí siguió hasta que llegó a su cama, se le tiró encima como pudo con un cuidado que sólo una acróbata experta podía tener para meterse en medio de cables eléctricos y de suero sin tocar ninguno. Lo besó en la frente, lo agarró por la mano, le besó la mejilla, lo miró con ganas de comérselo vivo. Carajo, se sienten tantas cosas cuando el que se creía muerte vuelve a la vida.

Ernesto me contaba esas cosas en el bote que cruza la bahía, camino a Sabana de la Mar, porque le pregunté sobre su cicatriz en la frente y en la mano derecha. Me dijo la historia y yo pensé que a uno se le puede ir la vida en un dos por tres, como si nada. Dicen las malas lenguas que “somos hijos de la muerte.” Yo pensé sobre las coincidencias de la vida, porque justo esa mañana del sábado pasado camino al puerto de Samaná para partir hacia Los Haitises, pasando por la curvita de la muerte después de El Limón, había un camión tanquero lleno de diesel, llantas arriba, estrellado contra la parte de la curva que tiene una montañita. Todo el vecindario había salido de sus casas con botellas, bidones y cubetas de pintura para llenarlas del diesel que corría por la cuneta. Imagínense, quizás 20,000 galones de diesel bajando por esas cunetas hacia El Limón, gracias a este tanquero que escogió estrellarse en la mañana del sábado. Me pregunto qué le pasó al conductor, a lo mejor está vivito y coleando, o a lo mejor terminó como Ernesto, en cuidado intensivo.

Los que no han pasado la experiencia de Ernesto tratan a la vida como un relajo. Lo hacen tanto los que trabajan en el sistema sanitario de Las Terrenas, que nos tratan como cerdos de pocilga, sin atención a la dignidad de la vida; con un descuido inmenso en lo que están haciendo, lo hacen los motoristas locos calibrando en ese lodo de nuestras calles; lo hacen muchos de los conductores de todos tipos de vehículos y los hacemos todos nosotros, cada vez que nos olvidamos que la vida se puede perder en un instante. Si no me lo creen, pregúntenselo a Ernesto.

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