viernes, 31 de agosto de 2007

Don Pablo y Yo

Francamente es casi imposible saber cuándo le va a tocar a uno morirse. Por ejemplo, miren lo que ocurrió a don Pablo. Conocí a don Pablo hace exactamente 30 años cuando yo internaba como capellán en un hospital en Mayaguez, Puerto Rico. La esposa de don Pablo, doña María, estaba muy enferma y cada mañana a las 8, cuando hacía mis rondas, iba primero a su habitación. Eran una parejita lindísima. Siempre encontraba a don Pablo peinando la larga cabellera gris de su esposa. Lo hacía con tanto amor y cuidado, como si el cabello hubiese sido de perlas preciosas y frágiles a las que sólo se podían tocar con sumo cuidado.

Me acuerdo como ahora que era martes en la mañana, el día en que don Pablo se iba a San Sebastián, donde vivían, a lavar la ropa de su esposa. El salía justo al momento cuando yo llegaba a la habitación y lo último que le escuché decir a doña María fue, "ya regreso amorcito, tan pronto termine ya regreso." A mi me susurró, "yo no quiero dejarla pero regreso ya mismo." Don Pablo subió al ascensor y desapareció piso abajo.

Mientras don Pablo iba a lavar la ropa su esposa murió. Me llamaron las enfermeras y enseguida les indiqué que tan pronto sintieran que don Pablo llegaba al piso que me llamaran. Desde mi oficina que quedaba al final del corredor ví cómo, exactamente a la una de la tarde, don Pablo salió del ascensor y rápidamente se dirigió a la habitación de su esposa con la ropa limpia en las manos. Y así como entró de rápido así mismo salió. Yo llegué a la estación de enfermeras justo cuando don Pablo, sus ojos llenos de lágrimas y temiéndose lo peor, le preguntaba a las enfermeras, "¿dónde está nanita, dónde está nanita? Así llamaba cariñosamente a su mujer.

Yo lo abrazé y le pedí que me acompañara a mi oficina. Habían menos de 100 pasos entre la estación de enfermeras y mi oficina y durante cada uno de esos pasos don Pablo susurraba entre sollozos "ay, mi nanita; ay, mi nanita." A mí se me partía el alma. Yo había visto morir a mucha gente ese verano, recuerdo todos los muertos de cáncer, incluyendo a la hermosa Josefina, una jóven de apenas 14 años con un cáncer duodenal irremisible; a los cuatro hijos de la familia Suárez, gente muy rica, que llegaron hechos pedacitos por causa de un accidente automovilístico; a Márgara, cuyo bebé falleció en el parto; y a don Ricardo, fallecido a consecuencia de un infarto fulminante. También me acuerdo de aquella pierna, fuerte y saludable, que me enseño el patólogo mientras me decía sosteniéndola en sus manos, "una pierna tan fuerte y tan bonita, y desperdiciarla así." Se trataba de un accidente de motor sufrido en la bajada de Bella Vista. Yo me las pasaba toda porque era a mí a quien le tocaba compartir las malas noticias con los familiares y hacer los últimos arreglos de lugar.

Pero ninguna de esas increíbles situaciones se me pareció a la de don Pablo. Tan pronto llegamos a la oficina el hombre se me tiró en el piso, comenzó a patalear, a darse en el concreto sólido con la cabeza mientras gritaba "yo quería irme primero, yo quería irme primero." En esos momentos a uno se le entra una cosa que no se puede parar. Abandonando mi rol formal y especializado, yo lo cogí en mis brazos, lo abrazé y llorando juntos le decía "se nos fue llena de su amor, don Pablo, usted le dió su amor como un tesoro y ella se nos fue llenita de amor." En unos minutos se quedó dormido en mis brazos.

Cuando despertó fuimos a la morgue a ver a su nanita. Ya parecía más consolado, todavía la miraba como si por los ojos se pudieran transmitir 70 años de felicidad compartida. Nanita murió a las 88 años y don Pablo tenía 86. Se casaron cuando ella tenía 18 y él 16 y nunca se habían separado el uno del otro. Procrearon 11 varones y adoptaron 3 niñas. Ocho de sus hijos habían muerto primero que ellos.

Don Pablo me regaló algo muy especial. La peineta que había usado esa mañana para peinar la cabellera gris y sedosa de su nanita. La peineta estuvo 20 años conmigo hasta que se desapareció en una de mis mudanzas.

jueves, 23 de agosto de 2007

Valorar

En algún momento de la vida a todos nos llega el momento de valorar las cosas.

En base a los valores hacemos lo propio: matamos, salvamos, mentimos, creemos, lloramos, reimos, abandonamos, acudimos, decimos, callamos, oimos, hablamos, odiamos y, por suerte, también amamos.

En una aldea de la región oeste del continente africano los habitantes comenzaron a sentirse muy preocupados. Sus vacas dejaron de dar leche de la noche a la mañana. Consternados llamaron a una reunión para saber si alguien había descubierto lo que pasaba. Nadie sabía nada. ¿Qué hacemos?, se preguntaron. A un joven valiente se le ocurrió una idea. “Pienso quedarme despierto esta noche para velar por las vacas y ver si descubro algo.” “Buena idea”, contestaron los ancianos de la aldea. Así que esa noche el joven se quedó medio oculto, velando por las vacas, esperando a ver lo que pasaba.

Exactamente a la media noche algo nunca antes visto se presentó ante él. Del cielo a la tierra un rayo de luna apareció y sobre su superficie plateada el joven miró cómo una joven de excepcional belleza descendía llevando en sus manos una ponchera. Al llegar a la tierra la bella doncella celestial procedió a ordeñar las vacas colocando la leche en la ponchera. Una vez terminada ascendió por el sendero luminoso de luna y desapareció en el espacio infinito.

El joven experimentó sentimientos de sorpresa, de miedo, de atracción y también de decisión. Decidió que la próxima noche prepararía una trampa para apresar a la bella doncella celestial y así solucionar el problema de una vez por todas. Lo pensó, lo planeó y lo hizo.

La próxima medianoche el joven esperaba la llegada de la dulcinea del cielo y, efectivamente, justo a medianoche el sendero de luz brillante apareció nuevamente y pudo ver cómo, al punto de descender a la tierra, la princesa nocturna cayó en la trampa que la aguardaba. “Déjenme ir, déjenme ir!”, gritaba la doncella desesperada. El joven acudió rápidamente y sin dudarlo comenzó a intemperarla preguntándole “¿Por qué nos robas nuestra leche?” La hermosa damisela le rogaba que la dejara ir, pero el joven valiente se negaba. Finalmente la joven explicó lo que sucedía. “Vengo de una tribu del cielo y necesitamos de esta leche para sobrevivir ya que no tenemos tierra para cultivar.” Y entonces rogó, “Por favor déjame ir.”

El joven aldeano lo pensó y entonces le contestó: “Está bien, te dejaré ir, pero con una sola condición, que te cases conmigo.” La doncella se iba a negar pero al pensarlo un momento le dijo: “Me casaré contigo, pero primero déjame ir a mi casa y a mi gente y en tres días regreso y me caso contigo.” El muchacho accedió y la joven princesa regresó al cielo por el rayo de luna que la trajo a la tierra.

Tres días más tarde la bella princesa apareció sobre el rayo de luna llevando en sus manos una caja de madera. Acercándose al joven aldeano le dijo: “Voy a casarme contigo y te voy a hacer muy feliz, pero tienes que prometerme que nunca abrirás esta caja.” “No hay problema,” contestó el joven.

Se casaron y eran muy felices, pero un día la doncella salió de viaje y el joven aldeano no pudo resistir más y abrió la caja. Para su asombro no encontró nada, la vió vacía. Al regresar del viaje la doncella vió en el rostro del muchacho la verdad. “Abriste la caja, ¿verdad?” “Sí, pero no encontré nada, estaba totalmente vacía.”

Airada la doncella le respondió con tesón: “Es imposible que pueda seguir viviendo contigo, me tengo que ir.” “Pero, ¿por qué?, fue sólo por curiosidad.” “No te dejo porque la hayas abierto,” dijo la doncella, “yo sabía que en algún momento u otro lo harías. Te dejo porque dices que estaba vacía.” “Pero sí lo estaba,” dijo el joven varón. Entonces la doncella le explicó: “Mira, cuando dejé mi casa y mi gente recogí todo lo que era hermoso y precioso para mi, el silencio del cielo, el polvo de las estrellas, el espacio que todo lo llena, ¿cómo podré vivir contigo cuando aquello que es lo más precioso para mi es nada para ti?” (Del libro “Who Needs God” del Rabí Harold Kushner).

A todos nos llega el momento de valorar y cuando lo hacemos las consecuencias son a menudo inmutables: avanzamos o retrocedemos, luchamos o nos dejamos vencer o, simplemente, existimos plenamente o existimos vacíos como el huevo que no tiene nada adentro y todo lo que ofrece es un frágil cascarón.

El amor es la manera más inmensa de valorar.

El amor es la manera más intensa de valorar.

Amamos la patria, amamos nuestra madre o nuestro padre, amamos nuestros hijos, amamos a nuestro amante o cónyuge. El poeta turco Nazim Hikmet escribía desde su celda poemas para su esposa cada noche entre 9 y 10. En uno de ellos le decía, “El gozo de amarte es como una segunda persona dentro de mi.” ¡Que profunda sencillez!

En otro de sus versos floreados y melancólicos le compartía: “¡Cuán hermoso es pensar en ti, escribir acerca de ti, recostado aquí en mi prisión y recordar las palabras que decías, no las palabras mismas sino la manera en que las decías!”

Tal como lo hizo Hikmet, si has amado, si amas o cuando ames, descubrirás el milagro de valorar las cosas que escapan a tus sentidos. Verás más que las expresiones o las imágenes; podrás ver los bosquejos de las palabras en el aire y el perfume de las miradas ocultas tras una sonrisa inesperada.

Imaginémonos por un momento que valoramos no sólo al amado o a la amada, sino todo lo que se encuentra en nuestro entorno. Por ejemplo, la basura echada sin cuidado dice mucho sobre lo que valoramos en la Madre Tierra. ¿Quién echa mierda sobre el rostro de su propia madre? Pero se lo hacemos a la Madre Tierra a diario. ¿Por qué? Porque no la valoramos. Imagínense si la valorábamos como debiéramos. Y si hiciéramos lo propio con nuestros amigos, con nuestros talentos, con nuestras relaciones, con nuestros compañeros y nuestras compañeras, con nuestros amantes y cónyuges.

¿Cómo sería si la Madre Tierra o la Madre Patria fuera una segunda persona dentro de nosotros y la amásemos como tal?

“Te deseo,” decía Nazim Hikmet. “La vida debería ser tan hermosa como lo eres tú.”
No hay nada más que se pueda decir, Nazim lo dijo todo.

jueves, 16 de agosto de 2007

Viaje

Mi primer accidente vehicular ocurrió en un trayecto entre Hato Mayor y Sabana de la Mar. Mi amigo Wayne Alvarez, quien conducía, y yo nos quedamos dormidos y en una de esas muchas curvas seguimos derecho. El carro bajó por una cuneta hacia un pasto de ganado y nos despertamos porque una palma desvergonzada se nos atravesó bruscamente en el camino.

A causa del choque el vidrio delantero del carro salió disparado y cayó sin romperse a unos diez metros más adelante. Todas las cosas que llevábamos en la parte atrás del vehículo se nos echaron encima. Wayne torció el guía de conducir con su pecho pero no tuvo ni huesos rotos ni daños internos. Yo torcí con mi brazo la ventanita derecha y en algún sitio me rompí el mentón porque ahí comencé a sangrar. Me dolía tremendamente el brazo pero no hubo fracturas.
Wayne se había pasado todo un año arreglando al Volkswagen “cepillo”, pintando, cambiando piezas y comprando gomas.

Todo se inicia después de graduarnos de secundaria el 15 de Mayo. Emprendimos un recorrido por toda la república con una tienda de campaña, dos sacos de dormir, un mapa de la Texaco, una estufa de gasolina, mochilas, frazadas, algo de comida y unos pesos en el bolsillo.

Empezamos el recorrido por el sur, pasando por Baní y Azua, durmiendo nuestra primera noche en el parque municipal de Duvergé. Unos muchachitos metieron la cara dentro de nuestra tienda a la mañana siguiente y así nos despertamos. Dimos la vuelta al Lago Enriquillo y ya de noche, pasando frente al destacamento de policía en Neiba, no vimos la zanja en la calle y la pasamos rápidamente sin darnos cuenta. El cepillo hizo un gran ruído por el abuso a los amortiguadores y desde dentro del carro escuchamos cuando los policías “sobaron” sus armas largas y se aprestaron a dispararnos. Nos dimos un gran susto. Hacía apenas unos meses desde que Caamaño había sido apresado y muerto y los militares estaban todavía algo nerviosos, diría yo.

Cruzamos por la capital y seguimos hacia el norte. Paramos en Santiago y nos jondeamos para Montecristi. De regreso subimos por Puerto Plata y la noche en que llegamos pusimos la tienda de campaña en la esquinita del malecón frente al Fuerte San Felipe, al lado del mar. A la mañana siguiente sacamos la cara de la tienda y vimos a 3 guardias portando armas largas frente a nosotros. A lo mejor pensaron que éramos guerrilleros, pero nos dejaron ir. Seguimos por Sosúa, Cabarete, Río San Juan y la Laguna Cri Crí, Cabrera y entonces Nagua.

Seguimos derecho hacia Samaná donde llegamos en medio del lodazal y la lluvia. Samaná estaba en el medio de la destrucción (o reconstrucción) de Balaguer y había lodo por todas partes. El carro se enchivó. Haciéndose de noche no teníamos dónde quedarnos hasta que nos encontramos con una Iglesia Adventista y le preguntamos si alguien nos pudiera alojar por la noche. Bendecidamente la familia Wilmore nos acogió y nos dio tremendo desayuno de plátanos con arenque al día siguiente.

Regresamos al centro de la isla camino por Cotuí, llegamos a la capital y seguimos “jondeao” hacia el Este, pasando por San Pedro, La Romana, Boca de Yuma, Higuey y seguimos hacia el Seibo y luego Hato Mayor. Era domingo de tarde cuando llegamos a Hato Mayor. Pretendíamos seguir hacia Sabana de la Mar y de ahí ir a Los Haitises.

Fue en el trayecto a Sabana de la Mar que nos ocurrió el accidente. Diez días de mal dormir y muchos hoyos en el camino se acumularon y nos vencieron a los dos. Por suerte un camión pasó por allí cargado de borrachos que bajaban de la playa en Sabana de la Mar. Se desmontaron toditos, levantaron el cepillo a pura fuerza y lo pusieron en la carretera. El maldito carrito seguía funcionando pero el bonete del frente estabá abollado en el mismo centro, la tapa dejaba suficiente espacio como para poder llenar el tanque de gasolina. Subimos el vidrio delantero dentro del carro, pusimos los motetes adentro otra vez y continuamos muy adoloridos camino a Sabana de la Mar que nos quedaba a 10 kilómetros.

Ya llegando al pueblo vimos desde la carretera al hospital municipal donde entramos y me tomaron 4 puntos en la “quijá.” Fuimos a la policía a dar un informe y luego decidimos volver a Hato Mayor para pasar la noche, porque conocíamos a unos compañeros de clase ahí. El viento frío y los insectos nocturnos hizo el trayecto a Hato Mayor muy miserable y fue una noche de mucho dolor.

Al día siguiente arrancamos para la capital. Cuando llegamos a casa de mi abuela lo hice vendado en la quijada y con un brazo enganchado en un trapo alrededor del cuello. Mi abuela casi se desmayó pero se sintió mejor al verme caminar en mis dos pies y al oirme hablar sin problemas. Acompañé a Wayne a su casa. Desde la esquina de la casa entramos al carro de reversa, para que la familia no viera los resultados del choque, hubiera sido un choque para ellos también.

Así terminó el regalo de graduación que nos dimos a nosotros mismos. No nos habíamos emborrachado, ni endrogado. No nos acostamos con ninguna carajita. Anduvimos por todo nuestro país, vimos mucho, conocimos muchas gentes, descubrimos muchísimas cosas y los recuerdos nos llegan hasta el día de hoy. Cosas de la vida, mi amigo Wayne siguió hacia los Estados Unidos a estudiar ingeniería en Walla Walla, Washington. Después terminaría yo por los países también. El se casó con una gringa de po’allá y yo, ahora me encuentro casado con una gringa de po’allá también. Hace por lo menos trenta años que no nos hablamos o que sabemos del uno o del otro, pero sabemos que fuimos marcados para siempre con una amistad muy especial en aquellos años. Wayne y yo nos graduamos como los dos estudiantes topes de la clase graduanda del 1973, los únicos que “liberamos” todas las materials. El dió el discurso Valedictorian y yo fui el presidente de la clase graduanda.

Aquél era el año 1973. Yo tenía un afro y, además de mi incipiente bigote, tenía unas “patillas” puntiagudas y usaba pantalones campanas de poliéster con rayitas. Mis camisas eran floreadas y calzaba zapatacones de dos pulgadas de alto. Imagínense el espectáculo. Tenía 5 pies y 4 pulgadas de altura y pesaba 105 libras. Carajo, cómo cambian los tiempos. Ayer, 15 de agosto, cumplí 51 años y qué bueno sería si pudiera volver pa’trás y vivir otra vez algunos de esos años.

miércoles, 8 de agosto de 2007

Niñez

Exactamente a los diez años me mudé a San Francisco de Macorís. Eran exactamente las diez de la noche cuando un amigo de la familia me recogió en casa de mis abuelos en Constanza para cruzar las montañas de Casabito, tomar la autopista Duarte y llevarme a la nueva casa de mi mamá después de su regreso de Nueva York. Todo el viaje iba dormido, por eso me pareció tan corto. Cuando llegué donde mi mamá me tomé un vaso de leche y me acosté a dormir. No soñé nada esa noche.

Detrás, en Constanza, dejé muchas cosas, pequeñas y grandes. El Gajo, ese monte al lado de mi casa siempre presente, siempre altivo, donde había jugado a los vaqueros y a los indios cientos de veces. Allí conocí lo que era una picada de avispa, se me pelaron las rodillas decenas de veces al bajar corriendo por senderos llenos de piedras y, no muy lejos de allí, le dí un beso a Merceditas, escondido detrás de un asiento de autobús, una tarde de primavera, a las dos de la tarde. Fue mi primer beso y nunca lo he olvidado.
Dejé atrás mi sueño de ser sacerdote. Sólo se lo había dicho a Dios o, mejor dicho, a Jesucristo o, mejor dicho, a su estatua triste y dolorida al frente de la iglesia, la que lo presentaba sangrante en la frente, cargando la cruz, medio desnudo, medio muerto y gigante ante mi vista. Me había hecho monaguillo a los 9 años. No sé cómo me dejaron serlo tan joven pero sí me acuerdo que la sotana que usaba era tan grande (no había tamaño más pequeña) que la primera vez que subí al altar para oficiar en la misa de las 6 a.m., entre sueño y nerviosismo casi me caí de cara frente al cura. Muy pronto aprendí que si quería disfrutar del vino no bendecido que quedaba de la misa tenía que disputarlo con el otro monaguillo. Como era el más pequeño siempre me tocaba menos. Lo que más me gustaba era que al final de la misa el cura nos daba 5 cheles a cada monaguillo y yo me iba al colmado de Chucho o comprar refresco rojo por dos cheles y un coconete de guardia por otros dos, de esos que eran más grande que mi mano, llenos de pedazos de coco. Con el centavo que quedaba compraba mentas de espíritu.
Dejé atrás muchas otras cosas. Mi radio se lo cogió mi tía Milagros quien era una fanática del cantante Raphael de España (todavía lo es) y el recuerdo de la golpiza que me dio mi tía Jacqueline, sin razón alguna, una noche de esas después de cena, en medio del corredor entre la cocina del hotel de la familia y el comedor, dejándome echando sangre por la nariz. Todavía no sé por qué lo hizo, sólo que lo hizo sin razón, que me dolió más que nadie me hiciera caso y, más que nada, que mi mami no estaba ahí para defenderme. Mi abuela mandó a Monga a trapear y secar la sangre en el pasillo.

Dejé atrás mi primera pelea con José Alberto, el vecino de al doblar la esquina. Hasta hoy no sé por qué pero tenía que pelear con él, así que me recuerdo que lo tiré al piso en el parque del pueblo, le dí dos trompadas y luego nos separaron entre maldiciones y amenazas. Como dije, no me acuerdo cómo ni por qué, pero así pasó. Todavía no tenía nueve años y la victoria me dejó con ganas de pelear otra vez. El Santo, luchador de lucha libre de Méjico estaba en su apogeo. Me acuerdo que en esos días quería ser como El Santo.
Y de todas las pequeñas cosas que dejaba atrás estaba el recuerdo de mi quinto cumpleaños. Mi madre había hecho un bizcocho del tamaño de una mesa entera para mi y para todos los niños del pueblo (pensaba yo). Era un zoológico, completo con animales, caballos, vacas, ovejitas, cercas, grama (echa con coco rallado pintado de verde) y mucho, mucho suspiro de todos los sabores y de todos los colores. Nunca tuve animales en mi casa mientras crecía. Hoy tengo a dos chivas, Melody y Bachata, un chivito llamado Salsa; una perra llamada Yessica y una gata llamada Merengue. También hay como 15 gallinas y unos diez pollitos, dos sapos, una tortuguita de tierra a quien aún no le hemos puesto nombre, decenas de lagartijas, incontables pajaritos y mariposas y dos sapos toro con quienes Kiran juega para escándalo de Chicha, nuestra ayudante en la casa. Y eso que todavía mi hijo Kiran no le ha enseñado la culebrita verde y la culebrita marrón porque no se han dignado aparecer desde hace varias semanas.

Dejé atrás también la foto que había en mi habitación, un hombre serio, erguido, camisa blanca y pantalón kaki, sobrero de cana panameño, correa negra. A su lado mujer de pelo negro con estola, igualmente seria, igualmente mirando a la posteridad. Eran mis abuelos, don Marún y doña Luz. No había fotos de mi madre, ni de mi padre, pero la vista desde mi ventana compensaba por todas las otras fotos que no existieron, porque siempre tenía ante mis ojos el verde azul del esplendoroso Pico Nalga de Maco y, si eso era poco, en el techo me acompañaba la mariposa negra más grande que nadie nunca hubiera visto, la que, según algunos, era una bruja parejera que pretendía hacerse dueña de mis sueños. Yo la dejaba que lo hiciera porque en mis sueños volaba, cantaba, corría y nunca, nunca, habían momentos tristes ni dolorosos.

A veces en cada niño que veo me veo a mi, el trayecto desde el comienzo de mi memoria hasta cuando tenía diez años fue un mundo increíble, repleto de cosas que no vale la pena nombrar porque son tantas y tan agridulces. Aventuras sin fin, sueños aterciopeladas, de colores, siempre mirando hacia delante, preocupado de nada ni por nada, primero el juego y luego todo lo demás. Las cosas que me dolieron entonces me siguen doliendo todavía, cuando me acuerdo de ellas; pero la niñez dió paso a otras cosas y ahora estoy aquí.

Me pregunto qué piensan los niños que veo aquí, en mi pueblo adoptivo de Las Terrenas, los que tienen diez años o menos, los que sueñan, los que corren, los que se caen por el camino, los que se suben a las matas de mango y los que descubren la vida detrás de su primer beso. Me pregunto si su niñez es tan inocente como lo fue la mía. Me pregunto si saben quién fue El Santo o si tienen un monte como El Gajo donde puedan jugar a los indios y a los vaqueros.
Yo era uno de los indios y siempre le ganábamos a los vaqueros.

Sísifo y el Fénix

  LA DESGRACIA DE SÍSIFO Y LA PROMESA DEL FÉNIX (Escrito en el 2009) Todo el mundo tiene una idea de lo que se debe hacer en Las Terrenas. T...