Detrás, en Constanza, dejé muchas cosas, pequeñas y grandes. El Gajo, ese monte al lado de mi casa siempre presente, siempre altivo, donde había jugado a los vaqueros y a los indios cientos de veces. Allí conocí lo que era una picada de avispa, se me pelaron las rodillas decenas de veces al bajar corriendo por senderos llenos de piedras y, no muy lejos de allí, le dí un beso a Merceditas, escondido detrás de un asiento de autobús, una tarde de primavera, a las dos de la tarde. Fue mi primer beso y nunca lo he olvidado.
Dejé atrás mi sueño de ser sacerdote. Sólo se lo había dicho a Dios o, mejor dicho, a Jesucristo o, mejor dicho, a su estatua triste y dolorida al frente de la iglesia, la que lo presentaba sangrante en la frente, cargando la cruz, medio desnudo, medio muerto y gigante ante mi vista. Me había hecho monaguillo a los 9 años. No sé cómo me dejaron serlo tan joven pero sí me acuerdo que la sotana que usaba era tan grande (no había tamaño más pequeña) que la primera vez que subí al altar para oficiar en la misa de las 6 a.m., entre sueño y nerviosismo casi me caí de cara frente al cura. Muy pronto aprendí que si quería disfrutar del vino no bendecido que quedaba de la misa tenía que disputarlo con el otro monaguillo. Como era el más pequeño siempre me tocaba menos. Lo que más me gustaba era que al final de la misa el cura nos daba 5 cheles a cada monaguillo y yo me iba al colmado de Chucho o comprar refresco rojo por dos cheles y un coconete de guardia por otros dos, de esos que eran más grande que mi mano, llenos de pedazos de coco. Con el centavo que quedaba compraba mentas de espíritu.
Dejé atrás muchas otras cosas. Mi radio se lo cogió mi tía Milagros quien era una fanática del cantante Raphael de España (todavía lo es) y el recuerdo de la golpiza que me dio mi tía Jacqueline, sin razón alguna, una noche de esas después de cena, en medio del corredor entre la cocina del hotel de la familia y el comedor, dejándome echando sangre por la nariz. Todavía no sé por qué lo hizo, sólo que lo hizo sin razón, que me dolió más que nadie me hiciera caso y, más que nada, que mi mami no estaba ahí para defenderme. Mi abuela mandó a Monga a trapear y secar la sangre en el pasillo.
Dejé atrás mi primera pelea con José Alberto, el vecino de al doblar la esquina. Hasta hoy no sé por qué pero tenía que pelear con él, así que me recuerdo que lo tiré al piso en el parque del pueblo, le dí dos trompadas y luego nos separaron entre maldiciones y amenazas. Como dije, no me acuerdo cómo ni por qué, pero así pasó. Todavía no tenía nueve años y la victoria me dejó con ganas de pelear otra vez. El Santo, luchador de lucha libre de Méjico estaba en su apogeo. Me acuerdo que en esos días quería ser como El Santo.
Y de todas las pequeñas cosas que dejaba atrás estaba el recuerdo de mi quinto cumpleaños. Mi madre había hecho un bizcocho del tamaño de una mesa entera para mi y para todos los niños del pueblo (pensaba yo). Era un zoológico, completo con animales, caballos, vacas, ovejitas, cercas, grama (echa con coco rallado pintado de verde) y mucho, mucho suspiro de todos los sabores y de todos los colores. Nunca tuve animales en mi casa mientras crecía. Hoy tengo a dos chivas, Melody y Bachata, un chivito llamado Salsa; una perra llamada Yessica y una gata llamada Merengue. También hay como 15 gallinas y unos diez pollitos, dos sapos, una tortuguita de tierra a quien aún no le hemos puesto nombre, decenas de lagartijas, incontables pajaritos y mariposas y dos sapos toro con quienes Kiran juega para escándalo de Chicha, nuestra ayudante en la casa. Y eso que todavía mi hijo Kiran no le ha enseñado la culebrita verde y la culebrita marrón porque no se han dignado aparecer desde hace varias semanas.
Dejé atrás también la foto que había en mi habitación, un hombre serio, erguido, camisa blanca y pantalón kaki, sobrero de cana panameño, correa negra. A su lado mujer de pelo negro con estola, igualmente seria, igualmente mirando a la posteridad. Eran mis abuelos, don Marún y doña Luz. No había fotos de mi madre, ni de mi padre, pero la vista desde mi ventana compensaba por todas las otras fotos que no existieron, porque siempre tenía ante mis ojos el verde azul del esplendoroso Pico Nalga de Maco y, si eso era poco, en el techo me acompañaba la mariposa negra más grande que nadie nunca hubiera visto, la que, según algunos, era una bruja parejera que pretendía hacerse dueña de mis sueños. Yo la dejaba que lo hiciera porque en mis sueños volaba, cantaba, corría y nunca, nunca, habían momentos tristes ni dolorosos.
A veces en cada niño que veo me veo a mi, el trayecto desde el comienzo de mi memoria hasta cuando tenía diez años fue un mundo increíble, repleto de cosas que no vale la pena nombrar porque son tantas y tan agridulces. Aventuras sin fin, sueños aterciopeladas, de colores, siempre mirando hacia delante, preocupado de nada ni por nada, primero el juego y luego todo lo demás. Las cosas que me dolieron entonces me siguen doliendo todavía, cuando me acuerdo de ellas; pero la niñez dió paso a otras cosas y ahora estoy aquí.
Me pregunto qué piensan los niños que veo aquí, en mi pueblo adoptivo de Las Terrenas, los que tienen diez años o menos, los que sueñan, los que corren, los que se caen por el camino, los que se suben a las matas de mango y los que descubren la vida detrás de su primer beso. Me pregunto si su niñez es tan inocente como lo fue la mía. Me pregunto si saben quién fue El Santo o si tienen un monte como El Gajo donde puedan jugar a los indios y a los vaqueros.
Yo era uno de los indios y siempre le ganábamos a los vaqueros.
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