lunes, 12 de junio de 2006

Azúcar

La primera vez que se me apretó el corazón por una muchacha fue mucho antes de Chavela, mi primer amor. Estaba jugando a los carritos con Carlitos en el balcón de mi casa cuando Merceditas, su prima, salió corriendo de su casa y se metió en la guagua estacionada frente a su casa. "¿Y para dónde se fue Merceditas?" Le pregunté a Carlitos, quien no me supo contestar excepto para decirme "déjame ir a ver." Momentos más tarde regresó.

Carlitos me sugirió que fuera a la guagua a ver lo que encontraba, mientras me miraba con una carita picarezca con tinte de diablo cojuelos. Yo abandoné la seguridad del balcón de mi casa y me adentré en territorio desconocido, cual explorador empedernido ante una inmensa selva. Me acuerdo como ahora que la guagua tenía tres escalones en la entrada. Era una GMC vieja, medio destartalada, con forros de vinil en los asientos y vidrios manchados en las ventanas. Pero como era la única guagua para transporte colectivo en el pueblo todos estaban conforme.

Tan pronto subí a la guagua de lo primero que me di cuenta era de que no había nadie. O, por lo menos, no se veía a nadie por el momento. Con unos pasitos de cucaracha comenzé a avanzar hacia la parte posterior mientras miraba de izquiera a derecha a cada uno de los asientos. Finalmente el suspenso terminó cuando noté que al final del pasillo, en el lugar cariñosamente conocido como "la cocina", había alguien. Era Merceditas, escondida detrás del último asiento como para que nadie la viera ni la sintiera.

Con su mano derecha hizo dos gestos: primero se llevó el índice derecho a la boca en señal de que guardara silencio y, el segundo, con el mismo índice me hizo señal de que me acercara. Yo no tenía la menor idea de lo que estaba ocurriendo. Finalmente, al acercarme a su rostro, la malvá muchacha me tiró el brazo al cuello y me dió el primer beso de mi vida, apuntando y acertando directamente entre mis labios. Su boca me supo a azúcar y después de ese momento inquietante, inesperado, lleno de nerviosismo y de un placer hasta ese entonces desconocido, Merceditas salió corriendo de la guagua y me dejó allí plantado en la nada y en el todo, con un sentimiento tan indescriptible que sólo se puede comparar a un sueño profundo y apacible.

Sólo me tomó unos instantes para darme cuenta de lo que había sucedido. Merceditas, al verme en el balcón jugando con su primo, había corrido hacia lo cocina y se echó una cucharada de azúcar en la boca, luego siguió corriendo y se metió en la guagua y allí me esperó. Pienso que su primo Carlitos sabía algo de lo que estaba ocurriendo ya que él fué quien me sugirió que fuera a descubrir lo que podría estar ocurriendo.

Ese beso dulce, enmelao, azucarado, secreto, regalado y a la vez robado, fue mi primer beso y les confieso, amigos todos, que nunca me he podido olvidar de él. Yo apenas tenía 9 indefensos añitos y así de zopetón se me abrieron los ojos hacia la vasta inmensidad de la vida, hacia las sorpresas que me aguardaban detrás de asientos, puertas, cortinas, paredes y matas. Quién me diría que Merceditas me dejaría marcado con el deseo inaudito y constante de recibir otro beso tan dulce como el que ella me regaló ese día. Aunque era muy joven entonces y estoy hecho un viejo ahora, sé muy dentro de mi alma que nunca he recibido ni recibiré otro beso como ese. No sólo por el alto contenido de azúcar de esos labios tiernos, vírgenes y coquetos, sino por lo que ofrecieron en aventura insospechada, en sueños de tortura interminable en los días que siguieron y por la incógnita que dejaron en cuanto a su significado, no sólo sobre el significado del beso mismo, sino también sobre la vida, el amor, el placer, la lujuria, y sobre los secretos infinitos e inconclusos que existen entre varones y hembras.

Merceditas, me dejaste sellado con la lápida de un beso preñado de ilusiones, de sospechas, de deseos y de ignorancia. No sabía lo que hacía pero tú parecías saberlo todo. Me diste de tu merced, Merceditas, por lo que ahora sólo me queda repetir tu nombre en esos momentos en que el recuerdo añejo de labios azucarados me tortura hasta hacerme perder la noción del tiempo. Entonces me veo nuevamente en la cocina de esa guagua bendita, agachándome junto a ti, viendo a tu índice prometiéndome una sorpresa repleta de sensaciones que hasta hoy han quedado conmigo y que no desaparecerán jamás.

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