lunes, 12 de junio de 2006

Don Pablo

Francamente es casi imposible saber cuándo le va a tocar a uno morirse. Por ejemplo, miren lo que ocurrió a don Pablo. Conocí a don Pablo hace exactamente 30 años cuando yo internaba como capellán en un hospital en Mayaguez, Puerto Rico. La esposa de don Pablo, doña María, estaba muy enferma y cada mañana a las 8, cuando hacía mis rondas, iba primero a su habitación. Eran una parejita lindísima. Siempre encontraba a don Pablo peinando la larga cabellera gris de su esposa. Lo hacía con tanto amor y cuidado, como si el cabello hubiese sido de perlas preciosas y frágiles a las que sólo se podían tocar con sumo cuidado.

Me acuerdo como ahora que era martes en la mañana, el día en que don Pablo se iba a San Sebastián, donde vivían, a lavar la ropa de su esposa. El salía justo al momento cuando yo llegaba a la habitación y lo último que le escuché decir a doña María fue, "ya regreso amorcito, tan pronto termine ya regreso." A mi me susurró, "yo no quiero dejarla pero regreso ya mismo." Don Pablo subió al ascensor y desapareció piso abajo.

Mientras don Pablo iba a lavar la ropa su esposa murió. Me llamaron las enfermeras y enseguida les indiqué que tan pronto sintieran que don Pablo llegaba al piso que me llamaran. Desde mi oficina que quedaba al final del corredor ví cómo, exactamente a la una de la tarde, don Pablo salió del ascensor y rápidamente se dirigió a la habitación de su esposa con la ropa limpia en las manos. Y así como entró de rápido así mismo salió. Yo llegué a la estación de enfermeras justo cuando don Pablo, sus ojos llenos de lágrimas y temiéndose lo peor, le preguntaba a las enfermeras, "¿dónde está nanita, dónde está nanita? Así llamaba cariñosamente a su mujer.

Yo lo abrazé y le pedí que me acompañara a mi oficina. Habían menos de 100 pasos entre la estación de enfermeras y mi oficina y durante cada uno de esos pasos don Pablo susurraba entre sollozos "ay, mi nanita; ay, mi nanita." A mí se me partía el alma. Yo había visto morir a mucha gente ese verano, recuerdo todos los muertos de cáncer, incluyendo a la hermosa Josefina, una jóven de apenas 14 años con un cáncer duodenal irremisible; a los cuatro hijos de la familia Suárez, gente muy rica, que llegaron hechos pedacitos por causa de un accidente automovilístico; a Márgara, cuyo bebé falleció en el parto; y a don Ricardo, fallecido a consecuencia de un infarto fulminante. También me acuerdo de aquella pierna, fuerte y saludable, que me enseño el patólogo mientras me decía sosteniéndola en sus manos, "una pierna tan fuerte y tan bonita, y desperdiciarla así." Se trataba de un accidente de motor sufrido en la bajada de Bella Vista. Yo me las pasaba toda porque era a mí a quien le tocaba compartir las malas noticias con los familiares y hacer los últimos arreglos de lugar.

Pero ninguna de esas increíbles situaciones se me pareció a la de don Pablo. Tan pronto llegamos a la oficina el hombre se me tiró en el piso, comenzó a patalear, a darse en el concreto sólido con la cabeza mientras gritaba "yo quería irme primero, yo quería irme primero." En esos momentos a uno se le entra una cosa que no se puede parar. Abandonando mi rol formal y especializado, yo lo cogí en mis brazos, lo abrazé y llorando juntos le decía "se nos fue llena de su amor, don Pablo, usted le dió su amor como un tesoro y ella se nos fue cargarida de amor." En unos minutos se quedó dormido en mis brazos. Cuando despertó fuimos a la morgue a ver a su nanita. Ya parecía más consolado, todavía la miraba como si por los ojos se pudieran transmitir 70 años de felicidad compartida. Nanita murió a las 88 años y don Pablo tenía 86. Se casaron cuando ella tenía 18 y él 16 y nunca se habían separado el uno del otro. Procrearon 11 varones y adoptaron 3 niñas. Ocho de sus hijos habían muerto primero que ellos.

Don Pablo me regaló algo muy especial. La peineta que había usado esa mañana para peinar la cabellera gris y sedosa de su nanita. Estuvo 20 años conmigo hasta que se desapareció en una de mis mudanzas.

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