sábado, 27 de noviembre de 2010

La Lucha Por La Vida


La esperanza es un estimulante vital muy superior a la suerte (Friedrich Nietzche)

Cuando me encontré con él sabía que había “gato entre macuto.”  Me miró con una sonrisa picarezca, la mezcla ingrata de sed y de  hambre, como un sol clari-oscuro que pretende ofrecer noche y lo que regala es día.  Al borracho que amanece el sol le parece que se acuesta y, obviamente, al tipo éste el mucho aguardiente le cambiaba la ruta del astro por su frente y lo que sus ojos anunciaban era, simplemente, “tengo hambre.” 

El gato que llevaba dentro del macuto no era nada más ni nada menos que un extraño ser de dos patas, dos alas, un ojo, un pico y una cola de tres plumas. Entre susurros me dijo “ta’ nuevecito.”  Y yo le respondí, “déjame verlo.”  Abrió el saco y adentro pude ver que se movía, se sacudía, temblaba y también lloraba.  Los gallos no lloran, claro, eso estaba todo en mi imaginación, pero cuando ví que estaba tuerto estaba más convencido de que el dolor de la ausencia del ojo izquierdo hacía que el ojo derecho llorara por apariencias.

Se lo robó el día anterior en la gallera de El Abanico.  Era pinto rojizo, desnudo de las alas para abajo, las piernas jojotas, largas y fuertes.  En lo que pude ver desde dentro del saco el pobre gallo llevaba sobre sí todo el pesar de una historia de peleas ingratas, el pasatiempo ancestral que empezaron los chinos hace 3,400 años para primero comérselos, luego ponerlos a pelear y después para perfeccionarlos para la muerte. 

El pobre gallo había visto mejores días y mientras me compadecía de él, el borracho sinverguenza me susurraba al oído, con ese aliento repleto de malas noches, que si lo echaba a pelear me iba a ganar 100 mil pesos, por lo menos, sólo tenía que apostar a que iba a perder.

Terminé dándole 500 pesos por el gallo y por el saco.  Me lo llevé a mi casa, le eché un arroz viejo que tenía en la nevera y el pobre gallo primero me miraba a mi y luego al arroz.  Apenas le quedaba un poco de fuerzas para seguir viviendo.  Picó dos granos y me miró, pico dos granos más y me miró, para luego picar los 500 granos restantes con profunda devoción.  Un peso por grano de arroz y con esos 500 granos de arroz pasao por nevera volvió a la vida. 

Ni lo amarré ni lo encerré.  Se quedó donde lo puse.  No fué hasta el séptimo día cuando escuché un kikirikí y me imaginé que era uno de los gallos vecinos; pero no, era él, echándole el ojo a la polla pinta, dándole vueltas antes de decidir si todavía estaba bueno para montarse.  Me acordé de la frase de mi abuelo:  “esa polla ta’ buena pa’ montar”, refiriéndose a la morena en minifalda que vivía en el callejón al lado de mi casa, lo que yo a mis 9 añitos no podía comprender aún, como tampoco nunca pude comprender por qué el gallo le pica el cuello a la polla cuando se le monta.  Bueno, serán asuntos de animales, porque si yo le hubiera hecho algo así a cualquiera de mis novias hoy en día estaría castrado al estilo Lorena.

A fin de cuentas, el borracho se bebió tres botellas más con mis 500 pesos y yo le salvé la vida a un bendito gallo que ahora no hay quien lo desmonte.  Ocho gallinas no dan a basto y no sé de dónde diantre saca tanta fuerza, quizás al maiz de hoy le echan Viagra porque el tipo nada más vive montao.  Bueno, alguien me dijo que era como los enamorados dominicanitos, que viven montao to’ el tiempo pero que son nada más como un fosforito, se prenden rápido y se apagan más rápido aún.  Yo traté de convencer a la que me dijo eso que eso era ya historia vieja, que hoy en día hasta los carajitos de 18 años se tiran la pastillita dizque pa’ durar hasta la madrugada.

Bueno, le tengo pena a la mujer que tenga que soportar todo eso, aunque a las pollas parece no importarle los picotazos que le da mi gallo, el que fue gato dentro de un macuto y hoy en día es el feliz padre de 23 pollitos de pelea, pero no de las de gallera, sino de la pelea por la vida, la de cada día, la que se busca contra todo viento y marea, sin ton ni son, con mordida y sin pesar, viviendo aunque sea del aire pero viviendo. 

Cuando me deprimo pienso en mi gallito y concluyo que si argo tan ceiquitica de la mueite ta’ prendío como un jacho e poique de viví la vida nadie lo sabe mejoi quei pobre diablo que cada día se la bu’ca como sea.

Los que están más cerca de la muerte son los que mejor disfrutan de la vida que los visita cada día.

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