lunes, 26 de marzo de 2018

Haciendo Memorias--1 (de tres)




Una comunidad está hecha de memorias.

Cuando niños hicimos memorias corriendo, jugando, visitando, conociendo gente, haciendo cosas nuevas y creando espacio en lugares especiales.  Esos lugares fueron los árboles, los callejones, las calles, las casas, donde jugamos pelota y donde compartíamos con nuestros amiguitos.  Una vez adultos hacemos memorias visitando amigos, compartiendo un juego de dóminos en alguna esquina, recortando el pelo con nuestro barbero favorito y metiéndonos en todos los embullos que constituyen el diario afán.

A veces los adultos nos mudamos a nuevos pueblos, pero las memorias quedan.  El antaño es un saco que llevamos a rastras hasta morir.  Las memorias se transforman en senderos mentales que forman un mapa emotivo, ligando la mente con la mano y con el corazón.
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Yo me acuerdo del samán donde jugaba al “topao” con mis amigos, del “gajo” donde jugaba a los vaqueros e indios con mis vecinos, el plei de pelota, el pozo donde nos bañábamos, el salto de agua, la piscina, el monte de aserrín donde saltaba (y donde se perdieron mis gafas) y hasta de la carbonera en el patio del hotel familiar donde una gallina ponía un huevo cada día, un huevo que a veces lo llevaba a la cocina para comérmelo yo solito porque era un regalito de la gallina para mi.  Uno de mis lugares favoritos era un cuarto oscuro y polvoroso donde mi tío guardaba todo tipo de herramientas, tornillos, pedazos de motores, esprines y un millón de artefactos más, todos desconocidos, sucios, grasosos, brillantes, pesados, metálicos y repletos de mensajes secretos.

Los recuerdos que construimos en nuestro pueblo, en nuestros barrios, en nuestras casas y en nuestras escuelas forman un baúl mental ancho, largo y profundo.  Ese baúl flota sobre la atmósfera intranquila del pueblo, haciendo lazos y encuentros con los baúles de todas las demás personas.  Es como un cielo repleto de tesoros gigantescos de todas formas, colores y diseños, jugando, tocándose, explotando y desparramándose por todo el ambiente hasta crear una sombrilla de palabras, sueños, emociones, abrazos, peleas, gritos, besos y hasta de fuertes abrazos.  Esa multitud de baúles es una masa espesa pero ligera, amorfa pero concreta, silente pero consciente y es lo que nos convierte en una comunidad.  Nuestras memorias nos hacen lo que somos como pueblo.


Un turista que llega a nuestro medio busca crear memorias.  Los turistas son piratas caza-tesoros, metiendo sus manos en nuestros baúles para encontrar los tesoros que ya damos por sentado, pero que para ellos son joyas valiosísimas.  Por eso es que los turistas buscan tesoros en las esquinas, en las pequeñas tiendas, bailando bachata, tomando una cerveza con la arena entre los dedos, comiendo un pollo guisado con tostones y, a veces, echándole el ojo a esa mulatona despampanante, la de curvas increíbles, de muslos inmensos, de senos repletos de promesas y de ojos que se fijan en la memoria como chicle en la silla.  Hablo como hombre, me imagino que las mujeres anidan similares ilusiones, miradas, ensueños y complicaciones.

¿Cómo se pueden obviar tantas fuerzas y emociones?  Para eso vienen, pare vivir nuevas emociones, para recordarlas, tomarles fotos y repetirlas a todos los que quieran escucharlas.  Con sólo cerrar sus ojos hacen un inventario de complicidades entre sus sueños y realidades, aumentando los colores y las sensaciones, apagando los desencantos y las frustraciones porque, al fin y al cabo, para qué hacer turismo si no es para inventarnos mil verdades y esconderlas en buhardillas acortinadas con mentiras piadosas.  No hay beso más dulce que el robado a las ilusiones, no hay mayor lucidez que la cómplice fantasía del momento fugaz que nos hierve la sangre.

Pero, ¿y qué si las memorias se hacen amargas, duras, traumáticas, feas y hediondas?  Entonces nuestra comunidad se convierte en pesadilla, en la historia convertida en trauma, en duras realidades, las que se dicen y redicen con dolor, con muecas, con estallidos de lágrimas, de pesar y de frustración.

Por eso es que debemos ver a nuestro pueblo como una comunidad magnética, por un lado una corriente positiva que energiza, potencia, construye, fomenta, amplIa, empodera, crece y crea esperanzas, sueños y posibilidades.  Por otro lado está la corriente negativa, destructiva, trágica, la que carcome por dentro, convirtiendo a niños y niñas en objetos, haciendo de nuestras calles vertederos, de nuestros callejones pozos de insalubridades y que desguaza la esperanza que todos poseemos por dentro.
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Las memorias las hacemos nosotros por nuestras propias acciones y por las acciones que permitimos que otros hagan, o deshagan, o no hagan.  Las memorias son poderosas y sin ellas no podemos vivir.  Si quieres descubrirlo intenta olvidarte de todo, a ver si puedes.  Y así como no podemos borrar nuestras memorias tampoco se borran las memorias de un pueblo.

Una comunidad está hecha de memorias y el infierno está hecho de pesadillas.

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