Soliloquios—13
Por José R. Bourget
Tactuk
Le he dicho a mis hijos (y a mi querida
esposa) que no hagan planes conmigo para después de los 75 años. No
veo necesidad en estos momentos de vivir más. Setenta y cinco años
son más que suficientes para vivir castigando este mundo. Es mejor
crear espacio para otra persona. Ellos me dicen que no debiera
hablar así y que no tengo derecho a privarlos de mi presencia como si sus
sentimientos o deseos no importaran. Yo les digo que a mi no me
interesa vivir jodiendo a otros estando en el medio por tanto tiempo, que me
estén cambiando pañales y que tengan que soportarme enfermedades y testarudeces
propias de la edad. Hablan como si uno tiene que sujetarse a la
obligación de vivir porque eso es así.
La vida es realmente una tiranía, una
obligación a veces incómoda a veces placentera, como un camino cuya dirección a
veces es clara y a veces confusa, pudiendo uno escoger ir a la derecha o a la
izquierda, pero siempre terminando en algún destino esperado o
inesperado. Al fin de cuentas, vivir no es solamente el camino sino
el trayecto, como lo decía el poeta español Antonio Machado convertido en
hermosa melodía por el cantautor español Joan Manuel Serrat, ¨caminante no hay
camino, se hace camino al andar.¨
La tiranía de la vida crea dos
obligaciones inevitables, una hacia uno mismo y otra hacia los
demás. Son obligaciones que empiezan en el momento de la concepción,
cuando ya la madre y el padre comienzan a crearse expectativas y a hacerse
dueño de nuestros cuerpos, nuestras mentes y nuestros corazones. ¨Es MI hija¨,
¨YO te crié¨, ¨me debes la vida¨. Tantas obligaciones son
asfixiantes y continúan hasta la muerte, cada año pesando más y más sobre
nuestros hombros.
Bueno, no solamente hay que rendirle
tributo a las obligaciones hacia padres y familiares, uno también tiene
obligaciones hacia uno mismo: cuidarse, mantenerse saludable, cepillarse los
dientes, comer, estudiar, vestirse, sentir y dar placer, respirar, pensar y
hacer de nuestras psicosis algo que trabaje a nuestro favor y no en
contra. Es esa obligación lo que nos hace ser los seres vivientes
más egoístas sobre la faz de la tierra, porque amparados bajo la tiranía de
vivir nos la pasamos asegurando que podamos tener más que los otros y hasta
mejor. Robamos, mentimos, matamos para asegurarnos de cumplir bien
la suprema obligación de serle fiel a nuestras propias vidas, y a veces
robamos, mentimos y matamos para serle fiel a nuestras obligaciones hacia los
demás.
El que está muerto no tiene obligación de
nada, ni a sí mismo ni a los demás. La muerte es la suprema
libertad, creando un hueco inmenso que sólo lo llena el vacío de la
nada: cero sentimientos, cero ambigüedades, cero dolor, cero placer,
cero obligaciones, sólo el cojoyito de un recuerdo olvidado en las memorias de
aquéllos que nos conocieron en vida.
Algunos de nosotros que vivimos bajo el
amparo de la belleza imponderable de este terruño terrenero se nos hará más
difícil sepàrarnos de las obligaciones de vivir porque Las Terrenas es un
ambiente liberante, repleto de francas libertades con sus paralelos libertinajes
y muchos vienen aquí simplemente para sentirse libres de hacer lo que les venga
en gana, dejando atrás las rigideces creadas por leyes, por familiares, por
sociedades, por uno mismo. Aquí, en estas cuatro esquinas, se puede
amar, gozar, bailar, disfrutar, sufrir, llorar, ganar, perder, ayudar o joder y
muchos vienen aquí queriendo vivir no solamente 75 años sino 100 y mucho más.
El peligro de vivir en Las Terrenas lo
crea la imperiosa necesidad de disfrutarlo todo y, con ello, esclavizarnos bajo
la tiranía de una vida sensual, bacanal, festinando nuestras energías en
completo desenfreno. Ahora que lo pienso, quizás debo cambiar y en
lugar de cesar mi existencia a los 75 años continuarla hacia los 100, siempre y
cuando sea bajo el imperio indescriptible y apabullante de una orgía
festinalmente sensual como sólo lo sabe ofrecer nuestro terruño terrenero.