lunes, 12 de junio de 2006

Machos

Me atrevería a decir que dos de cada tres hombres es toda una mujer por dentro. No me mal entiendan, no es que quiera decir que sean homosexuales, afeminados o que carezcan de todo machismo o de cualquiera de esas cosas que nuestra sociedad machista y homofóbica nos enseña, o nos prescribe. Lo que quiero decir es que al sexo femenino se le conoce, generalmente, como más sensible, más en contacto con sus sentimientos y más capaz de expresión y que la mayoría de los hombres desearían ser igual a ellas en ese sentido.

Lo que sucede es que muchas veces nosotros los hombres nos suprimimos. No es que no sintamos, ni que no querramos, ni que no podamos expresar lo más profundo de nuestro ser. Por el contrario, todo hombre sabe (bueno, dos de cada tres hombres) que es muy capaz de sentir y hasta de llorar, pero se lo traga.

Hay dos ocasiones en la vida de cada uno de esos dos tercios de hombres en que los sentimientos se expresan a plenitud. La primera es cuando estamos perdidamente enamorados, "asfixiados" decimos por ahi. Entonces se nos sale el alma de poeta, cantamos canciones, repetimos el estribillo de las bachatas y de los boleros y se nos llenan los ojitos de lágrimas cuando pensamos en el objeto de nuestro amor. Como dicen por ahi, "un papel aguanta to' lo que se le ponga," así que aquellos que saben y pueden escribir mandan cartas de amoríos a las novias donde se dicen un montón de cosas; o echan tremendas miradas a su enamorada como si ese momento fuera el último en que se viera salir al sol; o repiten la bachata de porra un millón de veces hasta que la chica aprende y requete aprende de que el tipo está asfixiado por ella.

La segunda oportunidad cuando expresamos profundamente nuestros sentimientos es cuando nos emborrachamos. En ese estado se nos destapa hasta el cojoyito del alma y por ahi salen cosas que ni siquiera nos imaginábamos que teníamos. Mucho más si estamos en compañía de nuestros amigotes, cuando de veraz comenzamos a decir todo lo que pensamos, sentimos, deseamos, odiamos y hasta lo que lujuriamos o lo que secretamente repudiamos.

Mi papá fue enviado a Colombia siendo adolescente, para estudiar el sacerdocio. Por allá se pasó tres años en la Universidad Jaberiana y ya muy cerca de su ordenamiento decidió que eso no era para él, por la razón que fuera. Mi abuela me decía que el día en que lo vió llegar por el Aeropuerto de San Isidro y se desmontó del avión de la Fuerza Aérea Dominicana que Trujillo había autorizado usar para el viaje de regreso, ella suspiró que "hay, pero si vino a morirse," de lo flaco y escuálido que se veía. Décadas más tarde, borracho, el día antes del viaje mío al extranjero para comenzar mis estudios universitarios, me confesó en medio de su jumo en casa de un amigo en San Carlos, que él le había prometido a Dios que yo, su primogénito, iba a ser sacerdote. Yo no sé si eso fue realmente cierto (mi viejo a veces vive en medio de ese mágico realismo en que uno no sabe lo que es verdad o lo que es fantasía), pero su expresión tan sentida de su pesar al verme partir por muchos años, su cariño por mi y todo lo que podría haber existido en su corazón se salió así, de esa manera, entre una copa y la pared, entre ojos lagrimeantes y el hedor del ron en el aliento.

Muchos de nosotros, los hombres, somos conocidos por lo profundo que expresamos sentimientos tales, y otros, cuando estamos borrachos o cuando estamos perdidamente enamorados. La madre de mi primera esposa solía decir que un hombre se necesita en la casa por si hay que cambiar las bombillas. Lo que quiso decir con eso es que a veces los hombres dejan de expresar sus sentimientos y entonces se convierten en unas maquinitas de comer, de joder y de hacer el amor. Después, entrados en años, los hombres se vuelven como hermanitos de sus esposas y el amor se cambia o otra cosa. Eso depende, claro está, de dónde vengan esos hombres, porque aquí en Samaná cuando un hombre llega a los 50 es cuando comienza a tener mujeres e hijos. Aquí en Las Terrenas he conocido por lo menos a cinco hombres, ya en sus 70 años, y tienen hijos que apenas llegan ahora a los 20 y 25 años y hasta menos, después de haber procreado diez o quince más entre quién sabe cuántas mujeres.

De cualquier manera, sería muy bueno que nosotros, los machos de hombres, aprendamos a decir un poquito más de lo que sentimos. Dicen que es buena terapia y dicen que cuando hablamos más acerca de lo que sentimos de repente comenzamos dizque a sentir más, a disfrutar más, a vivir más y a vivir más contentos. Parece que hay algo de verdad en eso, a decir por el éxito que comienza a tener la película dominicana más reciente, "Un macho de mujer," que en su primera semana fue vista por más de 120,000 personas. En la película, tres machos de hombres cambian de roles y se transforman en fabulosas amas de casas, haciendo traspiés de sus antiguas costumbres. A juzgar por el éxito de la película es posible creer que, en el fondo, los hombres realmente deseamos ser más como las mujeres y que siendo así disfrutamos más de la vida.

Imagínense eso, señores y señoras.

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