viernes, 27 de octubre de 2006

Honrar La Vida

Hay por lo menos dos formas de vivir la vida: con y sin dignidad.
Con dignidad se vive cuando los minutos que transcurren, seguidos por las horas, días y semanas, producen en la persona un sentir de satisfacción, un sentimiento interno de haber vivido a la altura de lo mejor, de haber cumplido con el deber auto-escogido y con el deber al que nos somete la sociedad civilizada.
Por ejemplo, el niño o niña que va a la escuela, que luego coge sus libros y se va a la biblioteca en la tarde a hacer sus tareas, que te mira a los ojos con cierto nivel de firmeza, te hace preguntas, escucha, se para erguido como alguien que tiene esperanzas, que va a su casa y sus padres le hablan sobre la importancia de lavarse los dientes, de lavarse las manos, de mantener su higiene, de saber hablar con los demás, de respetarse a sí mismo, ese es un niño o niña que desarrolla un concepto de la dignidad personal.
Sin dignidad se vive cuando ni siquiera sentimos lo que deberíamos sentir, cuando nada nos importa, cuando dejamos de respetarnos a nosotros mismos y a los demás, cuando encontramos poco placer en el servicio a los demás o en la mejora de nuestra vida y la de nuestros seres amados.
Por ejemplo, el niño terrenero que te pide diez pesos, o que limpia tus zapatos y usa los diez pesos para comprar cemento de pegar zapatos, para “fumárselo,” o sea, para ponerlo dentro de una bolsa de papel y olerlo, ha perdido su dignidad. Las células cerebrales que mata el cemento inhalado así jamás podrán ser recuperadas, entorpeciendo su desarrollo biológico, intelectual y, sobretodo, su dignidad. Igualmente, la niña cuya madre no la orienta adecuadamente, que la envía a la calle a buscarse hombres, que le crea como única aspiración el que use el placer que podría proporcionar su vientre para que se consiga un “gringo” que le resuelva sus problemas, o sea, los problemas de la mamá, no los de la hija, también ha perdido su dignidad.
Nadie nace con dignidad o sin ella. Es algo que se adquiere, es algo que se da, es algo que se comparte. No se puede ir a la tienda a conseguirla, sino que se forja en el afán diario de la vida. Hace unos meses, uno de esos abogaditos ingenieros que aparecen por ahí violentó ásperamente mi propiedad, en su afán de buscarse la vida. Tumbó una mata de aguacate parida, tiró de mi lado los desperdicios de la zapata que hizo para una pared limítrofe que él mismo escogió dañando unos materiales que tení yo. La mata de aguacate que tumbó cayó sobre el techo de la casa dañando las hojas de zinc y luego tuvo la cachaza de decir ante el fiscalizador que todo lo que hizo lo hizo bajo su derecho. Qué les parece? Llegamos a un acuerdo y él se comprometió a resolver algunas cositas, cuatro, para ser exactos. Eso fue hace cuatro meses. Luego le mandé correo electrónico y no contestó. Lo llamé por teléfono y no cogió mi llamada. Las cosas siguen como estaban, yo abusado e indignado y él cantante y sonante, sobretodo después de haber dicho que era una persona muy respetable. ¿Dónde dejó ese tipo su dignidad y en qué manera se dispuso de la mía?
Recientemente el dueño del solar donde está la biblioteca mandó una gente a tumbar una malla ciclónica que habíamos puesto para impedir la entrada de animales y personas (nos han robado cuatro veces). La tumbó y la dejó tirada ahí como diciendo “puedo hacer lo que quiera, la propiedad es mía.” Lo hizo sin hablar, sin dialogar, sin buscar entendimientos, así pura y simplemente, amparado bajo el derecho de “recobrar lo suyo.” ¿Dónde dejó ese tipo su dignidad, o la nuestra? ¿Dónde va uno a que lo ayuden, a que lo orienten, a que medien en la situación ayudando a uno a no responder con la misma violencia? Claro está, esos son incidentes minúsculos ya que estoy seguro que algunos de mis lectores tendrían mucho más para compartir.
La verdad es que el simple hecho de vivir la vida nos presenta constante desafíos para mantener la dignidad propia y para hacer lo mismo con el prójimo. A veces a uno le da ganas de violentarse, de amenazar, de proferir palabras injuriosas. Hacía por lo menos cinco años que no llamaba a nadie con quien tenía alguna relación un “racista,” pero cuando uno se siente golpeado en su dignidad la reacción tiende a ser una de indignación.
Hay Virgencita de La Milagrosa, Santa Bárbara bendita, brujos de Samaná, todos los santos, ángeles y espíritus bondadosos que obran desde el más allá, ayúdennos con la paciencia, aumenten nuestra dignidad y la de los demás para que hagamos de esta vida compartida una verdadera labor de honrar la vida.

¡No! Permanecer y transcurrir,
no es perdurar, no es existir,
¡Ni honrar la vida!
Hay tantas maneras de no ser,
tanta conciencia sin saber adormecida...
Merecer la vida no es callar y consentir,
tantas injusticias repetidas...
¡Es una virtud, es dignidad!
Y es la actitud de identidad ¡más definida!
Eso de durar y transcurrir
no nos da derecho a presumir.
Porque no es lo mismo que vivir...
¡Honrar la vida!
¡No! Permanecer y transcurrir
no siempre quiere sugerir
¡Honrar la vida!
Hay tanta pequeña vanidad,
en nuestra tonta humanidad enceguecida.
Merecer la vida es erguirse vertical,
más allá del mal, de las caídas...
Es igual que darle a la verdad,
y a nuestra propia libertad ¡La bienvenida!...
Eso de durar y transcurrir
no nos da derecho a presumir.
Porque no es lo mismo que vivir...
¡Honrar la vida!
(Música y letra de Eladia Blázquez,
cantada por Mercedes Sosa).

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