jueves, 16 de agosto de 2007

Viaje

Mi primer accidente vehicular ocurrió en un trayecto entre Hato Mayor y Sabana de la Mar. Mi amigo Wayne Alvarez, quien conducía, y yo nos quedamos dormidos y en una de esas muchas curvas seguimos derecho. El carro bajó por una cuneta hacia un pasto de ganado y nos despertamos porque una palma desvergonzada se nos atravesó bruscamente en el camino.

A causa del choque el vidrio delantero del carro salió disparado y cayó sin romperse a unos diez metros más adelante. Todas las cosas que llevábamos en la parte atrás del vehículo se nos echaron encima. Wayne torció el guía de conducir con su pecho pero no tuvo ni huesos rotos ni daños internos. Yo torcí con mi brazo la ventanita derecha y en algún sitio me rompí el mentón porque ahí comencé a sangrar. Me dolía tremendamente el brazo pero no hubo fracturas.
Wayne se había pasado todo un año arreglando al Volkswagen “cepillo”, pintando, cambiando piezas y comprando gomas.

Todo se inicia después de graduarnos de secundaria el 15 de Mayo. Emprendimos un recorrido por toda la república con una tienda de campaña, dos sacos de dormir, un mapa de la Texaco, una estufa de gasolina, mochilas, frazadas, algo de comida y unos pesos en el bolsillo.

Empezamos el recorrido por el sur, pasando por Baní y Azua, durmiendo nuestra primera noche en el parque municipal de Duvergé. Unos muchachitos metieron la cara dentro de nuestra tienda a la mañana siguiente y así nos despertamos. Dimos la vuelta al Lago Enriquillo y ya de noche, pasando frente al destacamento de policía en Neiba, no vimos la zanja en la calle y la pasamos rápidamente sin darnos cuenta. El cepillo hizo un gran ruído por el abuso a los amortiguadores y desde dentro del carro escuchamos cuando los policías “sobaron” sus armas largas y se aprestaron a dispararnos. Nos dimos un gran susto. Hacía apenas unos meses desde que Caamaño había sido apresado y muerto y los militares estaban todavía algo nerviosos, diría yo.

Cruzamos por la capital y seguimos hacia el norte. Paramos en Santiago y nos jondeamos para Montecristi. De regreso subimos por Puerto Plata y la noche en que llegamos pusimos la tienda de campaña en la esquinita del malecón frente al Fuerte San Felipe, al lado del mar. A la mañana siguiente sacamos la cara de la tienda y vimos a 3 guardias portando armas largas frente a nosotros. A lo mejor pensaron que éramos guerrilleros, pero nos dejaron ir. Seguimos por Sosúa, Cabarete, Río San Juan y la Laguna Cri Crí, Cabrera y entonces Nagua.

Seguimos derecho hacia Samaná donde llegamos en medio del lodazal y la lluvia. Samaná estaba en el medio de la destrucción (o reconstrucción) de Balaguer y había lodo por todas partes. El carro se enchivó. Haciéndose de noche no teníamos dónde quedarnos hasta que nos encontramos con una Iglesia Adventista y le preguntamos si alguien nos pudiera alojar por la noche. Bendecidamente la familia Wilmore nos acogió y nos dio tremendo desayuno de plátanos con arenque al día siguiente.

Regresamos al centro de la isla camino por Cotuí, llegamos a la capital y seguimos “jondeao” hacia el Este, pasando por San Pedro, La Romana, Boca de Yuma, Higuey y seguimos hacia el Seibo y luego Hato Mayor. Era domingo de tarde cuando llegamos a Hato Mayor. Pretendíamos seguir hacia Sabana de la Mar y de ahí ir a Los Haitises.

Fue en el trayecto a Sabana de la Mar que nos ocurrió el accidente. Diez días de mal dormir y muchos hoyos en el camino se acumularon y nos vencieron a los dos. Por suerte un camión pasó por allí cargado de borrachos que bajaban de la playa en Sabana de la Mar. Se desmontaron toditos, levantaron el cepillo a pura fuerza y lo pusieron en la carretera. El maldito carrito seguía funcionando pero el bonete del frente estabá abollado en el mismo centro, la tapa dejaba suficiente espacio como para poder llenar el tanque de gasolina. Subimos el vidrio delantero dentro del carro, pusimos los motetes adentro otra vez y continuamos muy adoloridos camino a Sabana de la Mar que nos quedaba a 10 kilómetros.

Ya llegando al pueblo vimos desde la carretera al hospital municipal donde entramos y me tomaron 4 puntos en la “quijá.” Fuimos a la policía a dar un informe y luego decidimos volver a Hato Mayor para pasar la noche, porque conocíamos a unos compañeros de clase ahí. El viento frío y los insectos nocturnos hizo el trayecto a Hato Mayor muy miserable y fue una noche de mucho dolor.

Al día siguiente arrancamos para la capital. Cuando llegamos a casa de mi abuela lo hice vendado en la quijada y con un brazo enganchado en un trapo alrededor del cuello. Mi abuela casi se desmayó pero se sintió mejor al verme caminar en mis dos pies y al oirme hablar sin problemas. Acompañé a Wayne a su casa. Desde la esquina de la casa entramos al carro de reversa, para que la familia no viera los resultados del choque, hubiera sido un choque para ellos también.

Así terminó el regalo de graduación que nos dimos a nosotros mismos. No nos habíamos emborrachado, ni endrogado. No nos acostamos con ninguna carajita. Anduvimos por todo nuestro país, vimos mucho, conocimos muchas gentes, descubrimos muchísimas cosas y los recuerdos nos llegan hasta el día de hoy. Cosas de la vida, mi amigo Wayne siguió hacia los Estados Unidos a estudiar ingeniería en Walla Walla, Washington. Después terminaría yo por los países también. El se casó con una gringa de po’allá y yo, ahora me encuentro casado con una gringa de po’allá también. Hace por lo menos trenta años que no nos hablamos o que sabemos del uno o del otro, pero sabemos que fuimos marcados para siempre con una amistad muy especial en aquellos años. Wayne y yo nos graduamos como los dos estudiantes topes de la clase graduanda del 1973, los únicos que “liberamos” todas las materials. El dió el discurso Valedictorian y yo fui el presidente de la clase graduanda.

Aquél era el año 1973. Yo tenía un afro y, además de mi incipiente bigote, tenía unas “patillas” puntiagudas y usaba pantalones campanas de poliéster con rayitas. Mis camisas eran floreadas y calzaba zapatacones de dos pulgadas de alto. Imagínense el espectáculo. Tenía 5 pies y 4 pulgadas de altura y pesaba 105 libras. Carajo, cómo cambian los tiempos. Ayer, 15 de agosto, cumplí 51 años y qué bueno sería si pudiera volver pa’trás y vivir otra vez algunos de esos años.

miércoles, 8 de agosto de 2007

Niñez

Exactamente a los diez años me mudé a San Francisco de Macorís. Eran exactamente las diez de la noche cuando un amigo de la familia me recogió en casa de mis abuelos en Constanza para cruzar las montañas de Casabito, tomar la autopista Duarte y llevarme a la nueva casa de mi mamá después de su regreso de Nueva York. Todo el viaje iba dormido, por eso me pareció tan corto. Cuando llegué donde mi mamá me tomé un vaso de leche y me acosté a dormir. No soñé nada esa noche.

Detrás, en Constanza, dejé muchas cosas, pequeñas y grandes. El Gajo, ese monte al lado de mi casa siempre presente, siempre altivo, donde había jugado a los vaqueros y a los indios cientos de veces. Allí conocí lo que era una picada de avispa, se me pelaron las rodillas decenas de veces al bajar corriendo por senderos llenos de piedras y, no muy lejos de allí, le dí un beso a Merceditas, escondido detrás de un asiento de autobús, una tarde de primavera, a las dos de la tarde. Fue mi primer beso y nunca lo he olvidado.
Dejé atrás mi sueño de ser sacerdote. Sólo se lo había dicho a Dios o, mejor dicho, a Jesucristo o, mejor dicho, a su estatua triste y dolorida al frente de la iglesia, la que lo presentaba sangrante en la frente, cargando la cruz, medio desnudo, medio muerto y gigante ante mi vista. Me había hecho monaguillo a los 9 años. No sé cómo me dejaron serlo tan joven pero sí me acuerdo que la sotana que usaba era tan grande (no había tamaño más pequeña) que la primera vez que subí al altar para oficiar en la misa de las 6 a.m., entre sueño y nerviosismo casi me caí de cara frente al cura. Muy pronto aprendí que si quería disfrutar del vino no bendecido que quedaba de la misa tenía que disputarlo con el otro monaguillo. Como era el más pequeño siempre me tocaba menos. Lo que más me gustaba era que al final de la misa el cura nos daba 5 cheles a cada monaguillo y yo me iba al colmado de Chucho o comprar refresco rojo por dos cheles y un coconete de guardia por otros dos, de esos que eran más grande que mi mano, llenos de pedazos de coco. Con el centavo que quedaba compraba mentas de espíritu.
Dejé atrás muchas otras cosas. Mi radio se lo cogió mi tía Milagros quien era una fanática del cantante Raphael de España (todavía lo es) y el recuerdo de la golpiza que me dio mi tía Jacqueline, sin razón alguna, una noche de esas después de cena, en medio del corredor entre la cocina del hotel de la familia y el comedor, dejándome echando sangre por la nariz. Todavía no sé por qué lo hizo, sólo que lo hizo sin razón, que me dolió más que nadie me hiciera caso y, más que nada, que mi mami no estaba ahí para defenderme. Mi abuela mandó a Monga a trapear y secar la sangre en el pasillo.

Dejé atrás mi primera pelea con José Alberto, el vecino de al doblar la esquina. Hasta hoy no sé por qué pero tenía que pelear con él, así que me recuerdo que lo tiré al piso en el parque del pueblo, le dí dos trompadas y luego nos separaron entre maldiciones y amenazas. Como dije, no me acuerdo cómo ni por qué, pero así pasó. Todavía no tenía nueve años y la victoria me dejó con ganas de pelear otra vez. El Santo, luchador de lucha libre de Méjico estaba en su apogeo. Me acuerdo que en esos días quería ser como El Santo.
Y de todas las pequeñas cosas que dejaba atrás estaba el recuerdo de mi quinto cumpleaños. Mi madre había hecho un bizcocho del tamaño de una mesa entera para mi y para todos los niños del pueblo (pensaba yo). Era un zoológico, completo con animales, caballos, vacas, ovejitas, cercas, grama (echa con coco rallado pintado de verde) y mucho, mucho suspiro de todos los sabores y de todos los colores. Nunca tuve animales en mi casa mientras crecía. Hoy tengo a dos chivas, Melody y Bachata, un chivito llamado Salsa; una perra llamada Yessica y una gata llamada Merengue. También hay como 15 gallinas y unos diez pollitos, dos sapos, una tortuguita de tierra a quien aún no le hemos puesto nombre, decenas de lagartijas, incontables pajaritos y mariposas y dos sapos toro con quienes Kiran juega para escándalo de Chicha, nuestra ayudante en la casa. Y eso que todavía mi hijo Kiran no le ha enseñado la culebrita verde y la culebrita marrón porque no se han dignado aparecer desde hace varias semanas.

Dejé atrás también la foto que había en mi habitación, un hombre serio, erguido, camisa blanca y pantalón kaki, sobrero de cana panameño, correa negra. A su lado mujer de pelo negro con estola, igualmente seria, igualmente mirando a la posteridad. Eran mis abuelos, don Marún y doña Luz. No había fotos de mi madre, ni de mi padre, pero la vista desde mi ventana compensaba por todas las otras fotos que no existieron, porque siempre tenía ante mis ojos el verde azul del esplendoroso Pico Nalga de Maco y, si eso era poco, en el techo me acompañaba la mariposa negra más grande que nadie nunca hubiera visto, la que, según algunos, era una bruja parejera que pretendía hacerse dueña de mis sueños. Yo la dejaba que lo hiciera porque en mis sueños volaba, cantaba, corría y nunca, nunca, habían momentos tristes ni dolorosos.

A veces en cada niño que veo me veo a mi, el trayecto desde el comienzo de mi memoria hasta cuando tenía diez años fue un mundo increíble, repleto de cosas que no vale la pena nombrar porque son tantas y tan agridulces. Aventuras sin fin, sueños aterciopeladas, de colores, siempre mirando hacia delante, preocupado de nada ni por nada, primero el juego y luego todo lo demás. Las cosas que me dolieron entonces me siguen doliendo todavía, cuando me acuerdo de ellas; pero la niñez dió paso a otras cosas y ahora estoy aquí.

Me pregunto qué piensan los niños que veo aquí, en mi pueblo adoptivo de Las Terrenas, los que tienen diez años o menos, los que sueñan, los que corren, los que se caen por el camino, los que se suben a las matas de mango y los que descubren la vida detrás de su primer beso. Me pregunto si su niñez es tan inocente como lo fue la mía. Me pregunto si saben quién fue El Santo o si tienen un monte como El Gajo donde puedan jugar a los indios y a los vaqueros.
Yo era uno de los indios y siempre le ganábamos a los vaqueros.

sábado, 28 de julio de 2007

Imaginando a Una Nueva Ciudad


Imaginémonos a una ciudad tal como la soñamos. ¿Qué cualidades tendría? ¿Qué elementos particulares o especiales? ¿Qué cosas podrían hacerla una ciudad modelo o una ciudad ideal?
Sabemos que hay servicios y funciones básicas que toda ciudad debe tener (buena agua, recogida de basura, policía municipal, tránsito adecuado, zonificaciones, calzadas, áreas de estacionamiento, zonas públicas, parques municipales, parques infantiles, iglesias, etc.), pero también están las cosas adicionales que pueden hacer de una ciudad algo especial.
Estoy seguro que has soñado con algo. Si lo has hecho y quieres compartirlo, por favor pulsa sobre "comentario" inmediatamente después de estas palabras y comparte tus ideas. Todos los demás lectores podrán ver tus comentarios. Yo te prometo que les daré publicidad luego en Soliloquio (en el LT-7) y a través de otros medios.Mientras más energía utilicemos imaginándonos una ciudad mejor que la que tenemos más posibilidades habrá de que se convierta en realidad.
Sueña, imagina, desea, comparte y, ahora, escribe. GRACIAS

Sueños Urbanísticos


Tengo muchos sueños. Sueño con un parque municipal, parques infantiles, una glorieta, un mercado municipal, una plaza de artesanos y muchas otras cosas más. No soy ni el único ni el primero en soñarlas, como tampoco soy el único que se pregunta cómo será posible obtenerlas, cuándo, en qué manera y por medio de quién.
Al mismo tiempo sueño con oportunidades aún por aprovecharse, cosas que enriquecerían las diferentes facetas de nuestra existencia comunitaria.
Primer ejemplo. La intersección de la calle Duarte con Calle Carmen, frente a la Ferretería Leonardo, crea un área muy especial. En cierto modo es como el corazón geográfico del pueblo. Me imagino un “Parquecito de Las Flores” en el área junto al río, algo así como un área pintoresca, bien preparada, central, limpia, nítida, colorida, adoquinada, donde hayan bancos para sentarse, una pequeña fuente de agua, una pequeña pajarera y flores, muchas flores, vendidas por personas locales, dejando espacio para que la gente camine, se siente y se tome fotos, además de que haya un boletinero público, con mapas y lista de eventos locales y hasta un sanitario público. Me imagino un poste elevado portando letreros como flechas dirigidas a todos los puntos cardinales, señalando ciudades y distancias alrededor del mundo, marcando el centro geográfico de Las Terrenas y del mundo, la intersección de muchos puntos, porque eso es ese punto, intersección patriótica (Duarte) y cultural (vírgen del Carmen), comercial y social (casi todo el pueblo y otros pasan a diario por ahí). Me imagino la conversión del puentecito en un puente “colgante”, bien decorado, algo así como una estructura que haga del puentecito algo verdaderamente especial, único, convertida en un punto al que hay que ir y que identifique a Las Terrenas. Ojalá que no tumben los árboles al lado de la cañada, para así aprovechar su sombra y crear un lugar refrescante, íntimo y especial. Podríamos invitar a arquitectos y a artistas para “planear el lugar” y convertirlo en el CENTRO obligado del pueblo, como también en un gran mural artístico que sirva de acopio a nuestra historia y a nuestro futuro. Me imagino un pequeño monumento, representativo y de alta calida. Llamemos al parquecito “Cuatro Esquinas,” o “El Centro,” o “El parquecito de las flores,” o algo parecido que sea significativo, memorable, romántico, pueblerino y, sobretodo, turístico. Tantas cosas podrían ir allí pero, más que nada, algo que simbolice lo mejor de todos nosotros.
Segundo ejemplo. La salida de Caño Seco al mar crea otras posibilidades. He oído a varias personas hablar de cuán bueno sería tener un puentecito de palotes, para que las personas crucen desde la policía hacia la Aldea de los Pescadores, usando lo pintoresco y especial del lugar, algo igualmente romántico, turístico, limpio y atractivo. Yo le añadiría un pequeño parque náutico desde el puentecito frente a la Ferretería Leonardo hasta el mar, limpiando y ampliando la cañada, para que pequeños botes, únicos en el país, suban y bajen por ahí, luego de que todo el entorno haya sido convertido en un jardín botánico, de tal manera que los turistas, locales e internacionales, luego de concluída su caminata por el pueblo o por la playa puedan subir o bajar disfrutando del entorno. Las Terrenas sería el único lugar del Caribe con semejante particularidad y con el cuidado adecuado que evitaría la afluencia de basura en el área, la existencia de un jardín botánico y un viajecito en piragua, pintoresco, barato y seguro haría de Las Terrenas algo verdaderamente sin igual.

Tercer ejemplo. En nuestro pueblo todo va de cuesta arriba o cuesta abajo, pero no ásperamente ni con demasiadas curvas. Yo sigo soñando con la idea compartida desde hace dos años de que la ciudad cuente con un sistema de transporte público centralizado, todo eléctrico, usando carritos de golf, con una planta de carga solar y su personal de mantenimiento y limpieza. Imagínense cómo sería Las Terrenas sin la contaminación, ruido y problemas de tráfico que la ausencia de un adecuado sistema de transporte interno crea. Los motochonchistas serían empleados por la Corporación de Transporte Municipal, recibirían un salario decente y en lugar de los cientos de motores tendríamos carritos de golf con rutas por todo el pueblo. ¿Por qué no ser pioneros en transporte colectivo usando energía renovable?

Cuarto ejemplo. Frente a la playa podríamos tener el mejor parque municipal del país. Construyamos un faro, con una gran luz que ayude a crear una marca comercial pintoresca y atractiva. Metámoslo dentro del mar, creando un “rompeolas” que sería un paseo muy particular, desde donde salen yolas a dar paseos marinos, desde donde se lanzan los fuegos artificiales en ocasiones especiales, desde donde se podrían dar hasta conciertos, desde donde se promoverían un sin número de cosas relacionadas a nuestra realidad como ciudad costera. He oído mencionar a otros ideas similares y creo que tiene gran potencial. Lo he visto en otros países. Pero volviendo a la parte de parque municipal, junto a la Casa Blanca se podrían redistribuir el espacio para ser parada de autobuses (turísticos y de transporte interurbano), colocar un área de juego infantil, sanitarios públicos, hasta duchas y convertirlo en un jardín botánico también (yo creo mucho en reverdecer, en enflorecer y en la creación de pequeños parques).
Quinto ejemplo. Las Terrenas podría ser una “ciudad de parques” porque tenemos tantos rinconcitos donde se podrían poner un par de bancos, unas plantas y flores adecuadas y darle un aire muy particular a la ciudad. Creo que todos nos sentiríamos orgullosos de vivir en una ciudad de parques, transformando depósitos de basura en parques de flores, como la curvita próxima a la calle Principal en la carretera a Playa Bonita, una de las partes más feas del pueblo y una de las más sucias, al igual que la intersección de La Ceiba y Playa Bonita, al lado del supermercado León. Desafortunadamente, casi todas las áreas atractivas para parques son ahora paradas de motoconchos. Imagínense el cambio si encontramos una salida florecida, medioambiental, sostenible y creativa a todos esos puntos neurálgicos que tiene la ciudad.

Finalmente, la estupidez del tráfico vehicular actual que hace que camiones extrapesados transiten por un puentecito que no fue construído para ello y que forza a todo el tráfico pesado y general a pasar por la zona turística más crítica de la ciudad podría cambiarse si construímos desde Casa Blanca hasta la Playa de Los Pescadores un “entablado turístico”, haciendo que la calle sea un verdadero atractivo turístico, con pequeñas áreas para exhibiciones artesanales y artísticas, puntos para tomar fotos, centros de información y medios de promover el desarrollo económico en la comunidad. El entablado conectaría el centro de transporte (al lado de Casa Blanca) con los restaurantes en la Aldea de los Pescadores creando un corredor turístico por excelencia.

Son sólo ejemplos y en la mente de muchas otras personas hay ideas similares y hasta mejores. Qué bueno sería si pudiéramos tener un sitio que nos ayude a compilar los cientos de sueños que todos tenemos para hacer de nuestra comunidad la mejor del país y del area.

[Si tienes ideas que deseas compartir, ve al tópico "Sueños Urbanísticos" arriba y escribe un comentario para compartir tus opiniones.]

sábado, 21 de julio de 2007

Desnudez

En este espacio inverosímil de tiempo que llamamos vida se nos atraviesan momentos de espera a los cuales nadie puede atajar. Son como relámpagos en noche clara de lucha llena. Son extraños, imposibles, inquietantes y, sobretodo, indiferentes.
El momento de espera puede ser fugaz. O eternamente presente…o ausente.
Cuando nos llega el tiempo nos contemplamos como somos: desnudos. Y una vez descubrimos cuán desnudos estamos hacemos lo mismo que Eva: nos cubrimos. La lucha de una vida entera se convierte en el mero afán de protegernos de nuestra propia desnudez.
La vida es un largo trayecto del desnudo al desnudo.
Se cubre el niño porque se le ha dicho que se tape. Se cubre la niña porque se le ha dicho que nadie debe verla. Se cubre el adolescente para no verse menos, ni más. Se cubre el hombre por costumbre, se cubre la mujer por ternura. Se cubre el ladrón para no ser visto. Se cubre el político con lo que hace para que no se vea lo que no hace. Se cubre el débil con su bocaza vulgar para que no se le note que es pedro que ladra pero no muerde. Se cubre el rudo para que no se le vea que tiene alma también y, más que todo, se cubre el feo para que sólo se le vea lo bonito que tiene.
Nos cubrimos todos.
Y de todo lo que nos cubrimos lo más necesario es cubrirnos de nuestra nostalgia, de ese ángel intruso que se nos aparece para llevarnos cerca a cualquier sitio que nos recuerde de alguien a quien hemos amado mucho. Nos confronta con las palabras, los perfumes, los suspiros, los deseos, los llamados, los sueños y las esperanzas del otro ser con quien compartimos nuestra desnudez. A esa persona a quien le revelamos todo, a quien le dijimos algo que está más cerca de nuestra alma que nuestra propia existencia.
¿Te acuerdas? Le dijiste todo, hasta lo más profundo, tus miedos, tus pesadillas, tus deseos, tus más profundos deseos. Y hoy viene el ángel de la melancolía para recordarte que la próxima vez debes cubrirte tu desnudez un poco mejor. Tantas veces nos visita el ángel que terminamos cubriéndonos todo. No sólo nos cubrimos los ojos evitando mirar a los otros ojos, no sólo cubrimos nuestros oídos pretendiendo no oir ni bueno ni malo, no sólo cubrimos nuestros pechos para no dar de nuestra leche, sino que también nos cubrimos el alma para que después nadie nos diga que nos desnudamos fácilmente ante cualquiera que se aparezca ofreciéndonos amor.
La desnudez.
Mal aprendimos a que la desnudez es solamente sexual y a que debe ser atrayente y apetecible. Se nos olvidó el grito primal de juntar piel con el vacío sideral, unidos con todo y separados por nada. Prefiero la vida sin ángel de la melancolía, para que la desnudez sea permanente, sensata, libre y célebre para no tener que pasar por todas las etapas del maquillaje corporal, perdiendo lo que verdaderamente somos ante los ojos de los demás.
Nacimos desnudos y no importa cuánto nos pongan encima también nos moriremos desnudos.
Viva la desnudez.

Pablo Milanes / El breve espacio en que no estas

miércoles, 18 de julio de 2007

Breve Espacio

A todos nos llega un breve espacio en la vida en que nos llenamos de un aire de existencia incomparable. Para algunos ese breve espacio nos llega al encontrarnos con Dios, sea cual sea su definición, varón o hembra, espacio o fuerza, color o sentimientos.

Para otros ese breve espacio se convierte en el recuerdo de un momento sublime, algo inesperado, totalmente deseado e impredeciblemente eterno, como un beso anticipado, un abrazo empedernido, una sonrisa apacible sobre un colchón sudoroso a quienes las sábanas abrazan como el cielo estrellado a fin de mayo.


Y para otros ese breve espacio de existencia incomparable pudo haber sido el abrazo de una madre, el cariño inigualable de una abuela, o la confianza impecable de un bebé aferrado a los brazos de su padre.


Años atrás caminaba por uno de esos breves espacios en la vida que nos llenan de pasión, humana, sólida, aterradora, pausada pero igualmente creciente, como una burbuja que rompe las entrañas queriendo salir para compartir su sonido, su esencia, su ardor. Montaba bicicleta bajo el cielo de Chicago, la ciudad de cuello azul del norte-centro norteamericano, amparado bajo uno de esas tardes que yo llamaba “Chicago-azul,” ese momento cuando el día parte para dar paso a la noche, pero siendo ni de día ni de noche lo que se ve es una brillantez alucinante reflejada en el espacio infinito, circundada por rascacielos y besada eternamente por el Lago Michigan que la entretiene, como si fuera una novia a distancia pero sentida muy de cerca.

En ese breve espacio aquella tarde de septiembre me tuve que parar al lado del lago para contemplar el nacimiento de mil estrellas que al mismo tiempo aparecieron en ese Chicago-azul-del-cielo como si hubieran sido llamadas por el duende de la noche, invitadas por las voces de millones de personas enamoradas del mismo lago, del mismo cielo, de la misma escena, del mismo espacio breve de la vida. Allí, en esa tarde de septiembre del 1993 me sorprendió una lágrima torpe que bajando por mi mejilla derecha me acordaba de unas cuerdas escondidas dentro de mi, las que tocan sinfonía curiosa, polifónica pero discorde, cada vez que me recuerdo de algo cuya melancolía no puedo reprimir.


En ese breve espacio de la vida recordé a mis hijos José y Salim y deseé que estuvieran conmigo. No estaban lejos, sólo al otro lado del lago, en Michigan, con su madre, de quien me había divorciado. Las roturas y groserías de la vida, de las que todos somos culpables, por más que traten no pueden romper fácilmente el amor de un padre por sus hijos. Quería tenerlos allí, bajo el mismo cielo Chicago-azul de septiembre, charlando, jugando, riendo, retozando con lo que fuera, a mi lado, al alcance de mi mano, de mi abrazo, de mi cuello, de mi corazón.

Ese momento melancólico pudo haber sido como muchos otros, como cuando me escondía en mi habitación en el segundo piso de la casa de mis abuelos, mirando hacia fuera, hacia esa montaña alta y siempre azul que besa todos los días al valle de Constanza. Parado ante ese marco artesanal, abriendo mis ojos al espacio frente a mi se me antojaba llorar por mi mamá, ausente, lejana, en Nueva York, buscando algo que nunca sabré qué fue, mientras mi hermana y yo compartíamos la ausencia de un hogar que no era más, que bien nunca realmente tuvimos y que profundamente deseábamos.

O quizás fue como cuando se murió mi abuela Fifita, en Santo Domingo, mientras yo estaba en Michigan. Mi querida abuela Fifita, su muerte ocultada por tres días porque, según me dijo mi papá, no me lo quiso decir para que no dejara mis clases en la universidad en Michigan. Ya todo estaba terminado. Ella en su sepultura y yo sin saber nada.

Mi abuela se murió sentada, frente a su hija Nilka. Echó un suspiro, entregó al mundo su última mirada sin sonrisas ni enojos y se nos fue. Así de más. Los detalles los supe después, lo que yo sí recordaría baja el amparo de ese Chicago-azul de cielo en septiembre fueron los momentos compartidos con ella, a sus pies y bajo su mirada, los juegos e historias, las preguntas escondidas, las esperanzas de mejor vida—para mi—que desde su corazón hermoso se prendaban para mi.

En esos breves espacios de la vida, incomparables e incomprensibles, el humano se crece y se hace recordar de que más que cualquier otra cosa—material o inmaterial—la riqueza más nata y prendorosa, la princesa de todas las emociones, el trono superior de nuestra humanidad es cuando abrimos corazón al sentimiento sincero, pasional, amoroso, inigualablemente frágil pero certero, de que en el fondo somos vaso frágil, embuídos de sentimientos hacia aquellos a quienes las vida nos hace llamar hijos.

Todo se va pero en esos breves espacios de la vida queda esa conexión total y firme hacia nuestros hijos, ligados misteriosamente a través de lazos inexplicables pero poderosos y a ellos, a nuestros hijos, les entregamos a veces una lágrima solitaria y valiente, cayendo hacia el infinito del recuerdo, bajo un cielo Chicago-azul, una tarde de septiembre.

Sísifo y el Fénix

  LA DESGRACIA DE SÍSIFO Y LA PROMESA DEL FÉNIX (Escrito en el 2009) Todo el mundo tiene una idea de lo que se debe hacer en Las Terrenas. T...