El 18 de octubre pasado a las diez de la mañana un motoconchista cruzó frente al cementerio en dirección a la policía y sin mirar ni a izquierda ni a derecha se encontró en su camino con dos obstáculos. El primero fue un perro rialengo color café con manchas blancas y tuerto del ojo derecho, el segundo fue una gringa despampanante que andaba en dirección al mar vestida de playa y con un gorro de pana de anchas alas. No le hizo caso al perro y se puso a mirar a la turista con esos ojos de águila hambrienta que sólo las mujeres saben describir bien—“se le salían los ojos como si se la fuera a comer.” La playista cruzó bien, sin problemas, sin hacer caso al infortunio que estaba a punto de ocurrir.
El perro seguía detrás de la turista de larga y rubia cabellera y caminar sensual, como si ella fuera la portadora de mejores y mayores promesas que la que encuentra cada día en los zafacones del barrio codetel. Como era tuerto del ojo derecho no vió al motorista y no pudo hacer nada ante el encuentro de un conductor embriagado con la rubia cabellera y un perro ciego anhelando el fin de un hambre tortuosa. El motorista frenó de golpe pero no pudo impedir que el perro sufriera el embate de la rueda delantera, lo que causó el gemido más agudo que perro alguno haya proferido jamás. Fue tan y tan fuerte que la playista regresó a ver lo que había pasado, 13 clientes que almorzaban en el Paco Cabana salieron a lamentar lo que le ocurrió al perro y hasta dos niñas francesas llegaron quién sabe de dónde para pasarle la mano al atolondrado animal que yacía en el piso con más ganas de morirse que de seguir viviendo.
La escena era trágica, silentemente absurda y, diría yo, hasta jocosa. El motoconchista se había caído del motor pesada y dolorasamente, se raspó la rodilla izquierda y botaba sangre. Cojeaba al pararse y levantó su motor para inspeccionarlo mientras maldecía al malogrado perro. Nadie le prestó atención. Si alguno de los gringos que rodeaban al perro miraron en su dirección lo hacían con una mirada maligna, enviándoles rayos y centellas silenciosas pero evidentes, obviamente culpándole por haberle hecho tanto daño al pobrecito rialengo.
Yo contemplaba la escena desde el otro lado de la calle. La rapidez con la que acudieron al perro era equitativamente similar a la ignorancia prestada al motoconchista y no me quedó más remedio que concluir que lo que el motorista debía hacer era integrarse a la escena. Me le acerqué y le susurré al oído diciéndole “lo que tienes que hacer es hacerte el muerto, como si te diera un ataque al corazón a ver qué pasa.” Me retiré rápidamente y en menos de trenta segundos lanzó un grito al cielo “¡Ay me muero!”, y cayó pesadamente al piso. Los que estaban alrededor del perro no le hicieron caso, excepto la despampanante turista de sombrero de cana, la que acercándose con su caminarcito modelístico, se arrodilló delante de él, le tocó la frente, el pulso y el pecho, seguido por un sentido y profundo gemido de pesar, de angustia y de simpatía.
El motoconchista como que reabrió un ojo para verla de cerca y pudo darse cuenta lo que ninguno de nosotros podía. Esa rubia despampanante no era una turista extranjera, sino un macho de hombre y modelo dominicano, trabajando en Las Terrenas y, en realidad, parte de un equipo de investigación sobre roles de género dentro de la cultura dominicana. Vestía de mujer rubia y despampanante para observar y registrar las reacciones comunes a las percepciones que podría producir entre sus observadores. Lo que ocurrió a continuación no lo esperaba nadie, pero el motoconchista se paró con expresiones disgustadas, “¡Apártate de mi mardito er diablo!” alcanzó a decir entre muchos otros improperios. Agarró su motor y se largó de ahi más rápido que de carrera.
La rubia despampanante se paró, pasó sus manos sobre su playera como despolvando los insultos recibidos y volvió al grupo de personas que prestaban primeros auxilios al perro. Ya para ese momento habían decidido que no le iban a dar respiración boca a boca al perro sino llevarlo a un veterinario. Uno de los clientes del restaurante fue a su coche, lo acercó al grupo y allí entre cuatro personas montaron al pobre perro que seguía con vida pero muy escasamente. Dos personas más se montaron junto al perro y arrancaron en dirección quién sabe adónde. En ese preciso momento llegó un Amet y demandó “¿qué pasa aquí?” Ninguno de los extranjeros respondió pero un limpiabotas de la plaza le dijo, “una tipa rara, alta y con un sombrero grande le dió una patá a un perro rialengo y se lo llevaron de aquí unos gringos?” “¿Y dónde está la gringa?” respondió el Amet. “Y yo qué sé,” dijo el limpiabotas y ahi se quedó todo.
Errar es humano, ser perro y ser tuerto es divino.