Una comunidad
está hecha de memorias.
Cuando niños
hicimos memorias corriendo, jugando, visitando, conociendo gente, haciendo
cosas nuevas y creando espacio en lugares especiales. Esos lugares fueron los árboles, los
callejones, las calles, las casas, donde jugamos pelota y donde compartíamos
con nuestros amiguitos. Una vez adultos
hacemos memorias visitando amigos, compartiendo un juego de dóminos en alguna
esquina, recortando el pelo con nuestro barbero favorito y metiéndonos en todos
los embullos que constituyen el diario afán.
A veces los
adultos nos mudamos a nuevos pueblos, pero las memorias quedan. El antaño es un saco que llevamos a rastras
hasta morir. Las memorias se transforman
en senderos mentales que forman un mapa emotivo, ligando la mente con la mano y
con el corazón.
Yo me
acuerdo del samán donde jugaba al “topao” con mis amigos, del “gajo” donde
jugaba a los vaqueros e indios con mis vecinos, el plei de pelota, el pozo
donde nos bañábamos, el salto de agua, la piscina, el monte de aserrín donde
saltaba (y donde se perdieron mis gafas) y hasta de la carbonera en el patio del
hotel familiar donde una gallina ponía un huevo cada día, un huevo que a veces
lo llevaba a la cocina para comérmelo yo solito porque era un regalito de la
gallina para mi. Uno de mis lugares
favoritos era un cuarto oscuro y polvoroso donde mi tío guardaba todo tipo de
herramientas, tornillos, pedazos de motores, esprines y un millón de artefactos
más, todos desconocidos, sucios, grasosos, brillantes, pesados, metálicos y
repletos de mensajes secretos.
Los
recuerdos que construimos en nuestro pueblo, en nuestros barrios, en nuestras
casas y en nuestras escuelas forman un baúl mental ancho, largo y
profundo. Ese baúl flota sobre la
atmósfera intranquila del pueblo, haciendo lazos y encuentros con los baúles de
todas las demás personas. Es como un
cielo repleto de tesoros gigantescos de todas formas, colores y diseños,
jugando, tocándose, explotando y desparramándose por todo el ambiente hasta
crear una sombrilla de palabras, sueños, emociones, abrazos, peleas, gritos,
besos y hasta de fuertes abrazos. Esa multitud
de baúles es una masa espesa pero ligera, amorfa pero concreta, silente pero
consciente y es lo que nos convierte en una comunidad. Nuestras memorias nos hacen lo que somos como
pueblo.
Un turista
que llega a nuestro medio busca crear memorias.
Los turistas son piratas caza-tesoros, metiendo sus manos en nuestros
baúles para encontrar los tesoros que ya damos por sentado, pero que para ellos
son joyas valiosísimas. Por eso es que
los turistas buscan tesoros en las esquinas, en las pequeñas tiendas, bailando
bachata, tomando una cerveza con la arena entre los dedos, comiendo un pollo
guisado con tostones y, a veces, echándole el ojo a esa mulatona despampanante,
la de curvas increíbles, de muslos inmensos, de senos repletos de promesas y de
ojos que se fijan en la memoria como chicle en la silla. Hablo como hombre, me imagino que las mujeres
anidan similares ilusiones, miradas, ensueños y complicaciones.
¿Cómo se pueden obviar tantas fuerzas
y emociones? Para eso vienen, pare vivir
nuevas emociones, para recordarlas, tomarles fotos y repetirlas a todos los que
quieran escucharlas. Con sólo cerrar sus
ojos hacen un inventario de complicidades entre sus sueños y realidades,
aumentando los colores y las sensaciones, apagando los desencantos y las
frustraciones porque, al fin y al cabo, para qué hacer turismo si no es para
inventarnos mil verdades y esconderlas en buhardillas acortinadas con mentiras
piadosas. No hay beso más dulce que el
robado a las ilusiones, no hay mayor lucidez que la cómplice fantasía del
momento fugaz que nos hierve la sangre.
Pero, ¿y qué si las memorias se hacen amargas, duras, traumáticas, feas y
hediondas? Entonces nuestra comunidad se
convierte en pesadilla, en la historia convertida en trauma, en duras
realidades, las que se dicen y redicen con dolor, con muecas, con estallidos de
lágrimas, de pesar y de frustración.
Por eso es
que debemos ver a nuestro pueblo como una comunidad magnética, por un lado una
corriente positiva que energiza, potencia, construye, fomenta, amplIa,
empodera, crece y crea esperanzas, sueños y posibilidades. Por otro lado está la corriente negativa,
destructiva, trágica, la que carcome por dentro, convirtiendo a niños y niñas
en objetos, haciendo de nuestras calles vertederos, de nuestros callejones
pozos de insalubridades y que desguaza la esperanza que todos poseemos por
dentro.
Las
memorias las hacemos nosotros por nuestras propias acciones y por las acciones
que permitimos que otros hagan, o deshagan, o no hagan. Las memorias son poderosas y sin ellas no
podemos vivir. Si quieres descubrirlo
intenta olvidarte de todo, a ver si puedes.
Y así como no podemos borrar nuestras memorias tampoco se borran las memorias
de un pueblo.
Una
comunidad está hecha de memorias y el infierno está hecho de pesadillas.