viernes, 31 de agosto de 2007

Don Pablo y Yo

Francamente es casi imposible saber cuándo le va a tocar a uno morirse. Por ejemplo, miren lo que ocurrió a don Pablo. Conocí a don Pablo hace exactamente 30 años cuando yo internaba como capellán en un hospital en Mayaguez, Puerto Rico. La esposa de don Pablo, doña María, estaba muy enferma y cada mañana a las 8, cuando hacía mis rondas, iba primero a su habitación. Eran una parejita lindísima. Siempre encontraba a don Pablo peinando la larga cabellera gris de su esposa. Lo hacía con tanto amor y cuidado, como si el cabello hubiese sido de perlas preciosas y frágiles a las que sólo se podían tocar con sumo cuidado.

Me acuerdo como ahora que era martes en la mañana, el día en que don Pablo se iba a San Sebastián, donde vivían, a lavar la ropa de su esposa. El salía justo al momento cuando yo llegaba a la habitación y lo último que le escuché decir a doña María fue, "ya regreso amorcito, tan pronto termine ya regreso." A mi me susurró, "yo no quiero dejarla pero regreso ya mismo." Don Pablo subió al ascensor y desapareció piso abajo.

Mientras don Pablo iba a lavar la ropa su esposa murió. Me llamaron las enfermeras y enseguida les indiqué que tan pronto sintieran que don Pablo llegaba al piso que me llamaran. Desde mi oficina que quedaba al final del corredor ví cómo, exactamente a la una de la tarde, don Pablo salió del ascensor y rápidamente se dirigió a la habitación de su esposa con la ropa limpia en las manos. Y así como entró de rápido así mismo salió. Yo llegué a la estación de enfermeras justo cuando don Pablo, sus ojos llenos de lágrimas y temiéndose lo peor, le preguntaba a las enfermeras, "¿dónde está nanita, dónde está nanita? Así llamaba cariñosamente a su mujer.

Yo lo abrazé y le pedí que me acompañara a mi oficina. Habían menos de 100 pasos entre la estación de enfermeras y mi oficina y durante cada uno de esos pasos don Pablo susurraba entre sollozos "ay, mi nanita; ay, mi nanita." A mí se me partía el alma. Yo había visto morir a mucha gente ese verano, recuerdo todos los muertos de cáncer, incluyendo a la hermosa Josefina, una jóven de apenas 14 años con un cáncer duodenal irremisible; a los cuatro hijos de la familia Suárez, gente muy rica, que llegaron hechos pedacitos por causa de un accidente automovilístico; a Márgara, cuyo bebé falleció en el parto; y a don Ricardo, fallecido a consecuencia de un infarto fulminante. También me acuerdo de aquella pierna, fuerte y saludable, que me enseño el patólogo mientras me decía sosteniéndola en sus manos, "una pierna tan fuerte y tan bonita, y desperdiciarla así." Se trataba de un accidente de motor sufrido en la bajada de Bella Vista. Yo me las pasaba toda porque era a mí a quien le tocaba compartir las malas noticias con los familiares y hacer los últimos arreglos de lugar.

Pero ninguna de esas increíbles situaciones se me pareció a la de don Pablo. Tan pronto llegamos a la oficina el hombre se me tiró en el piso, comenzó a patalear, a darse en el concreto sólido con la cabeza mientras gritaba "yo quería irme primero, yo quería irme primero." En esos momentos a uno se le entra una cosa que no se puede parar. Abandonando mi rol formal y especializado, yo lo cogí en mis brazos, lo abrazé y llorando juntos le decía "se nos fue llena de su amor, don Pablo, usted le dió su amor como un tesoro y ella se nos fue llenita de amor." En unos minutos se quedó dormido en mis brazos.

Cuando despertó fuimos a la morgue a ver a su nanita. Ya parecía más consolado, todavía la miraba como si por los ojos se pudieran transmitir 70 años de felicidad compartida. Nanita murió a las 88 años y don Pablo tenía 86. Se casaron cuando ella tenía 18 y él 16 y nunca se habían separado el uno del otro. Procrearon 11 varones y adoptaron 3 niñas. Ocho de sus hijos habían muerto primero que ellos.

Don Pablo me regaló algo muy especial. La peineta que había usado esa mañana para peinar la cabellera gris y sedosa de su nanita. La peineta estuvo 20 años conmigo hasta que se desapareció en una de mis mudanzas.

jueves, 23 de agosto de 2007

Valorar

En algún momento de la vida a todos nos llega el momento de valorar las cosas.

En base a los valores hacemos lo propio: matamos, salvamos, mentimos, creemos, lloramos, reimos, abandonamos, acudimos, decimos, callamos, oimos, hablamos, odiamos y, por suerte, también amamos.

En una aldea de la región oeste del continente africano los habitantes comenzaron a sentirse muy preocupados. Sus vacas dejaron de dar leche de la noche a la mañana. Consternados llamaron a una reunión para saber si alguien había descubierto lo que pasaba. Nadie sabía nada. ¿Qué hacemos?, se preguntaron. A un joven valiente se le ocurrió una idea. “Pienso quedarme despierto esta noche para velar por las vacas y ver si descubro algo.” “Buena idea”, contestaron los ancianos de la aldea. Así que esa noche el joven se quedó medio oculto, velando por las vacas, esperando a ver lo que pasaba.

Exactamente a la media noche algo nunca antes visto se presentó ante él. Del cielo a la tierra un rayo de luna apareció y sobre su superficie plateada el joven miró cómo una joven de excepcional belleza descendía llevando en sus manos una ponchera. Al llegar a la tierra la bella doncella celestial procedió a ordeñar las vacas colocando la leche en la ponchera. Una vez terminada ascendió por el sendero luminoso de luna y desapareció en el espacio infinito.

El joven experimentó sentimientos de sorpresa, de miedo, de atracción y también de decisión. Decidió que la próxima noche prepararía una trampa para apresar a la bella doncella celestial y así solucionar el problema de una vez por todas. Lo pensó, lo planeó y lo hizo.

La próxima medianoche el joven esperaba la llegada de la dulcinea del cielo y, efectivamente, justo a medianoche el sendero de luz brillante apareció nuevamente y pudo ver cómo, al punto de descender a la tierra, la princesa nocturna cayó en la trampa que la aguardaba. “Déjenme ir, déjenme ir!”, gritaba la doncella desesperada. El joven acudió rápidamente y sin dudarlo comenzó a intemperarla preguntándole “¿Por qué nos robas nuestra leche?” La hermosa damisela le rogaba que la dejara ir, pero el joven valiente se negaba. Finalmente la joven explicó lo que sucedía. “Vengo de una tribu del cielo y necesitamos de esta leche para sobrevivir ya que no tenemos tierra para cultivar.” Y entonces rogó, “Por favor déjame ir.”

El joven aldeano lo pensó y entonces le contestó: “Está bien, te dejaré ir, pero con una sola condición, que te cases conmigo.” La doncella se iba a negar pero al pensarlo un momento le dijo: “Me casaré contigo, pero primero déjame ir a mi casa y a mi gente y en tres días regreso y me caso contigo.” El muchacho accedió y la joven princesa regresó al cielo por el rayo de luna que la trajo a la tierra.

Tres días más tarde la bella princesa apareció sobre el rayo de luna llevando en sus manos una caja de madera. Acercándose al joven aldeano le dijo: “Voy a casarme contigo y te voy a hacer muy feliz, pero tienes que prometerme que nunca abrirás esta caja.” “No hay problema,” contestó el joven.

Se casaron y eran muy felices, pero un día la doncella salió de viaje y el joven aldeano no pudo resistir más y abrió la caja. Para su asombro no encontró nada, la vió vacía. Al regresar del viaje la doncella vió en el rostro del muchacho la verdad. “Abriste la caja, ¿verdad?” “Sí, pero no encontré nada, estaba totalmente vacía.”

Airada la doncella le respondió con tesón: “Es imposible que pueda seguir viviendo contigo, me tengo que ir.” “Pero, ¿por qué?, fue sólo por curiosidad.” “No te dejo porque la hayas abierto,” dijo la doncella, “yo sabía que en algún momento u otro lo harías. Te dejo porque dices que estaba vacía.” “Pero sí lo estaba,” dijo el joven varón. Entonces la doncella le explicó: “Mira, cuando dejé mi casa y mi gente recogí todo lo que era hermoso y precioso para mi, el silencio del cielo, el polvo de las estrellas, el espacio que todo lo llena, ¿cómo podré vivir contigo cuando aquello que es lo más precioso para mi es nada para ti?” (Del libro “Who Needs God” del Rabí Harold Kushner).

A todos nos llega el momento de valorar y cuando lo hacemos las consecuencias son a menudo inmutables: avanzamos o retrocedemos, luchamos o nos dejamos vencer o, simplemente, existimos plenamente o existimos vacíos como el huevo que no tiene nada adentro y todo lo que ofrece es un frágil cascarón.

El amor es la manera más inmensa de valorar.

El amor es la manera más intensa de valorar.

Amamos la patria, amamos nuestra madre o nuestro padre, amamos nuestros hijos, amamos a nuestro amante o cónyuge. El poeta turco Nazim Hikmet escribía desde su celda poemas para su esposa cada noche entre 9 y 10. En uno de ellos le decía, “El gozo de amarte es como una segunda persona dentro de mi.” ¡Que profunda sencillez!

En otro de sus versos floreados y melancólicos le compartía: “¡Cuán hermoso es pensar en ti, escribir acerca de ti, recostado aquí en mi prisión y recordar las palabras que decías, no las palabras mismas sino la manera en que las decías!”

Tal como lo hizo Hikmet, si has amado, si amas o cuando ames, descubrirás el milagro de valorar las cosas que escapan a tus sentidos. Verás más que las expresiones o las imágenes; podrás ver los bosquejos de las palabras en el aire y el perfume de las miradas ocultas tras una sonrisa inesperada.

Imaginémonos por un momento que valoramos no sólo al amado o a la amada, sino todo lo que se encuentra en nuestro entorno. Por ejemplo, la basura echada sin cuidado dice mucho sobre lo que valoramos en la Madre Tierra. ¿Quién echa mierda sobre el rostro de su propia madre? Pero se lo hacemos a la Madre Tierra a diario. ¿Por qué? Porque no la valoramos. Imagínense si la valorábamos como debiéramos. Y si hiciéramos lo propio con nuestros amigos, con nuestros talentos, con nuestras relaciones, con nuestros compañeros y nuestras compañeras, con nuestros amantes y cónyuges.

¿Cómo sería si la Madre Tierra o la Madre Patria fuera una segunda persona dentro de nosotros y la amásemos como tal?

“Te deseo,” decía Nazim Hikmet. “La vida debería ser tan hermosa como lo eres tú.”
No hay nada más que se pueda decir, Nazim lo dijo todo.

jueves, 16 de agosto de 2007

Viaje

Mi primer accidente vehicular ocurrió en un trayecto entre Hato Mayor y Sabana de la Mar. Mi amigo Wayne Alvarez, quien conducía, y yo nos quedamos dormidos y en una de esas muchas curvas seguimos derecho. El carro bajó por una cuneta hacia un pasto de ganado y nos despertamos porque una palma desvergonzada se nos atravesó bruscamente en el camino.

A causa del choque el vidrio delantero del carro salió disparado y cayó sin romperse a unos diez metros más adelante. Todas las cosas que llevábamos en la parte atrás del vehículo se nos echaron encima. Wayne torció el guía de conducir con su pecho pero no tuvo ni huesos rotos ni daños internos. Yo torcí con mi brazo la ventanita derecha y en algún sitio me rompí el mentón porque ahí comencé a sangrar. Me dolía tremendamente el brazo pero no hubo fracturas.
Wayne se había pasado todo un año arreglando al Volkswagen “cepillo”, pintando, cambiando piezas y comprando gomas.

Todo se inicia después de graduarnos de secundaria el 15 de Mayo. Emprendimos un recorrido por toda la república con una tienda de campaña, dos sacos de dormir, un mapa de la Texaco, una estufa de gasolina, mochilas, frazadas, algo de comida y unos pesos en el bolsillo.

Empezamos el recorrido por el sur, pasando por Baní y Azua, durmiendo nuestra primera noche en el parque municipal de Duvergé. Unos muchachitos metieron la cara dentro de nuestra tienda a la mañana siguiente y así nos despertamos. Dimos la vuelta al Lago Enriquillo y ya de noche, pasando frente al destacamento de policía en Neiba, no vimos la zanja en la calle y la pasamos rápidamente sin darnos cuenta. El cepillo hizo un gran ruído por el abuso a los amortiguadores y desde dentro del carro escuchamos cuando los policías “sobaron” sus armas largas y se aprestaron a dispararnos. Nos dimos un gran susto. Hacía apenas unos meses desde que Caamaño había sido apresado y muerto y los militares estaban todavía algo nerviosos, diría yo.

Cruzamos por la capital y seguimos hacia el norte. Paramos en Santiago y nos jondeamos para Montecristi. De regreso subimos por Puerto Plata y la noche en que llegamos pusimos la tienda de campaña en la esquinita del malecón frente al Fuerte San Felipe, al lado del mar. A la mañana siguiente sacamos la cara de la tienda y vimos a 3 guardias portando armas largas frente a nosotros. A lo mejor pensaron que éramos guerrilleros, pero nos dejaron ir. Seguimos por Sosúa, Cabarete, Río San Juan y la Laguna Cri Crí, Cabrera y entonces Nagua.

Seguimos derecho hacia Samaná donde llegamos en medio del lodazal y la lluvia. Samaná estaba en el medio de la destrucción (o reconstrucción) de Balaguer y había lodo por todas partes. El carro se enchivó. Haciéndose de noche no teníamos dónde quedarnos hasta que nos encontramos con una Iglesia Adventista y le preguntamos si alguien nos pudiera alojar por la noche. Bendecidamente la familia Wilmore nos acogió y nos dio tremendo desayuno de plátanos con arenque al día siguiente.

Regresamos al centro de la isla camino por Cotuí, llegamos a la capital y seguimos “jondeao” hacia el Este, pasando por San Pedro, La Romana, Boca de Yuma, Higuey y seguimos hacia el Seibo y luego Hato Mayor. Era domingo de tarde cuando llegamos a Hato Mayor. Pretendíamos seguir hacia Sabana de la Mar y de ahí ir a Los Haitises.

Fue en el trayecto a Sabana de la Mar que nos ocurrió el accidente. Diez días de mal dormir y muchos hoyos en el camino se acumularon y nos vencieron a los dos. Por suerte un camión pasó por allí cargado de borrachos que bajaban de la playa en Sabana de la Mar. Se desmontaron toditos, levantaron el cepillo a pura fuerza y lo pusieron en la carretera. El maldito carrito seguía funcionando pero el bonete del frente estabá abollado en el mismo centro, la tapa dejaba suficiente espacio como para poder llenar el tanque de gasolina. Subimos el vidrio delantero dentro del carro, pusimos los motetes adentro otra vez y continuamos muy adoloridos camino a Sabana de la Mar que nos quedaba a 10 kilómetros.

Ya llegando al pueblo vimos desde la carretera al hospital municipal donde entramos y me tomaron 4 puntos en la “quijá.” Fuimos a la policía a dar un informe y luego decidimos volver a Hato Mayor para pasar la noche, porque conocíamos a unos compañeros de clase ahí. El viento frío y los insectos nocturnos hizo el trayecto a Hato Mayor muy miserable y fue una noche de mucho dolor.

Al día siguiente arrancamos para la capital. Cuando llegamos a casa de mi abuela lo hice vendado en la quijada y con un brazo enganchado en un trapo alrededor del cuello. Mi abuela casi se desmayó pero se sintió mejor al verme caminar en mis dos pies y al oirme hablar sin problemas. Acompañé a Wayne a su casa. Desde la esquina de la casa entramos al carro de reversa, para que la familia no viera los resultados del choque, hubiera sido un choque para ellos también.

Así terminó el regalo de graduación que nos dimos a nosotros mismos. No nos habíamos emborrachado, ni endrogado. No nos acostamos con ninguna carajita. Anduvimos por todo nuestro país, vimos mucho, conocimos muchas gentes, descubrimos muchísimas cosas y los recuerdos nos llegan hasta el día de hoy. Cosas de la vida, mi amigo Wayne siguió hacia los Estados Unidos a estudiar ingeniería en Walla Walla, Washington. Después terminaría yo por los países también. El se casó con una gringa de po’allá y yo, ahora me encuentro casado con una gringa de po’allá también. Hace por lo menos trenta años que no nos hablamos o que sabemos del uno o del otro, pero sabemos que fuimos marcados para siempre con una amistad muy especial en aquellos años. Wayne y yo nos graduamos como los dos estudiantes topes de la clase graduanda del 1973, los únicos que “liberamos” todas las materials. El dió el discurso Valedictorian y yo fui el presidente de la clase graduanda.

Aquél era el año 1973. Yo tenía un afro y, además de mi incipiente bigote, tenía unas “patillas” puntiagudas y usaba pantalones campanas de poliéster con rayitas. Mis camisas eran floreadas y calzaba zapatacones de dos pulgadas de alto. Imagínense el espectáculo. Tenía 5 pies y 4 pulgadas de altura y pesaba 105 libras. Carajo, cómo cambian los tiempos. Ayer, 15 de agosto, cumplí 51 años y qué bueno sería si pudiera volver pa’trás y vivir otra vez algunos de esos años.

miércoles, 8 de agosto de 2007

Niñez

Exactamente a los diez años me mudé a San Francisco de Macorís. Eran exactamente las diez de la noche cuando un amigo de la familia me recogió en casa de mis abuelos en Constanza para cruzar las montañas de Casabito, tomar la autopista Duarte y llevarme a la nueva casa de mi mamá después de su regreso de Nueva York. Todo el viaje iba dormido, por eso me pareció tan corto. Cuando llegué donde mi mamá me tomé un vaso de leche y me acosté a dormir. No soñé nada esa noche.

Detrás, en Constanza, dejé muchas cosas, pequeñas y grandes. El Gajo, ese monte al lado de mi casa siempre presente, siempre altivo, donde había jugado a los vaqueros y a los indios cientos de veces. Allí conocí lo que era una picada de avispa, se me pelaron las rodillas decenas de veces al bajar corriendo por senderos llenos de piedras y, no muy lejos de allí, le dí un beso a Merceditas, escondido detrás de un asiento de autobús, una tarde de primavera, a las dos de la tarde. Fue mi primer beso y nunca lo he olvidado.
Dejé atrás mi sueño de ser sacerdote. Sólo se lo había dicho a Dios o, mejor dicho, a Jesucristo o, mejor dicho, a su estatua triste y dolorida al frente de la iglesia, la que lo presentaba sangrante en la frente, cargando la cruz, medio desnudo, medio muerto y gigante ante mi vista. Me había hecho monaguillo a los 9 años. No sé cómo me dejaron serlo tan joven pero sí me acuerdo que la sotana que usaba era tan grande (no había tamaño más pequeña) que la primera vez que subí al altar para oficiar en la misa de las 6 a.m., entre sueño y nerviosismo casi me caí de cara frente al cura. Muy pronto aprendí que si quería disfrutar del vino no bendecido que quedaba de la misa tenía que disputarlo con el otro monaguillo. Como era el más pequeño siempre me tocaba menos. Lo que más me gustaba era que al final de la misa el cura nos daba 5 cheles a cada monaguillo y yo me iba al colmado de Chucho o comprar refresco rojo por dos cheles y un coconete de guardia por otros dos, de esos que eran más grande que mi mano, llenos de pedazos de coco. Con el centavo que quedaba compraba mentas de espíritu.
Dejé atrás muchas otras cosas. Mi radio se lo cogió mi tía Milagros quien era una fanática del cantante Raphael de España (todavía lo es) y el recuerdo de la golpiza que me dio mi tía Jacqueline, sin razón alguna, una noche de esas después de cena, en medio del corredor entre la cocina del hotel de la familia y el comedor, dejándome echando sangre por la nariz. Todavía no sé por qué lo hizo, sólo que lo hizo sin razón, que me dolió más que nadie me hiciera caso y, más que nada, que mi mami no estaba ahí para defenderme. Mi abuela mandó a Monga a trapear y secar la sangre en el pasillo.

Dejé atrás mi primera pelea con José Alberto, el vecino de al doblar la esquina. Hasta hoy no sé por qué pero tenía que pelear con él, así que me recuerdo que lo tiré al piso en el parque del pueblo, le dí dos trompadas y luego nos separaron entre maldiciones y amenazas. Como dije, no me acuerdo cómo ni por qué, pero así pasó. Todavía no tenía nueve años y la victoria me dejó con ganas de pelear otra vez. El Santo, luchador de lucha libre de Méjico estaba en su apogeo. Me acuerdo que en esos días quería ser como El Santo.
Y de todas las pequeñas cosas que dejaba atrás estaba el recuerdo de mi quinto cumpleaños. Mi madre había hecho un bizcocho del tamaño de una mesa entera para mi y para todos los niños del pueblo (pensaba yo). Era un zoológico, completo con animales, caballos, vacas, ovejitas, cercas, grama (echa con coco rallado pintado de verde) y mucho, mucho suspiro de todos los sabores y de todos los colores. Nunca tuve animales en mi casa mientras crecía. Hoy tengo a dos chivas, Melody y Bachata, un chivito llamado Salsa; una perra llamada Yessica y una gata llamada Merengue. También hay como 15 gallinas y unos diez pollitos, dos sapos, una tortuguita de tierra a quien aún no le hemos puesto nombre, decenas de lagartijas, incontables pajaritos y mariposas y dos sapos toro con quienes Kiran juega para escándalo de Chicha, nuestra ayudante en la casa. Y eso que todavía mi hijo Kiran no le ha enseñado la culebrita verde y la culebrita marrón porque no se han dignado aparecer desde hace varias semanas.

Dejé atrás también la foto que había en mi habitación, un hombre serio, erguido, camisa blanca y pantalón kaki, sobrero de cana panameño, correa negra. A su lado mujer de pelo negro con estola, igualmente seria, igualmente mirando a la posteridad. Eran mis abuelos, don Marún y doña Luz. No había fotos de mi madre, ni de mi padre, pero la vista desde mi ventana compensaba por todas las otras fotos que no existieron, porque siempre tenía ante mis ojos el verde azul del esplendoroso Pico Nalga de Maco y, si eso era poco, en el techo me acompañaba la mariposa negra más grande que nadie nunca hubiera visto, la que, según algunos, era una bruja parejera que pretendía hacerse dueña de mis sueños. Yo la dejaba que lo hiciera porque en mis sueños volaba, cantaba, corría y nunca, nunca, habían momentos tristes ni dolorosos.

A veces en cada niño que veo me veo a mi, el trayecto desde el comienzo de mi memoria hasta cuando tenía diez años fue un mundo increíble, repleto de cosas que no vale la pena nombrar porque son tantas y tan agridulces. Aventuras sin fin, sueños aterciopeladas, de colores, siempre mirando hacia delante, preocupado de nada ni por nada, primero el juego y luego todo lo demás. Las cosas que me dolieron entonces me siguen doliendo todavía, cuando me acuerdo de ellas; pero la niñez dió paso a otras cosas y ahora estoy aquí.

Me pregunto qué piensan los niños que veo aquí, en mi pueblo adoptivo de Las Terrenas, los que tienen diez años o menos, los que sueñan, los que corren, los que se caen por el camino, los que se suben a las matas de mango y los que descubren la vida detrás de su primer beso. Me pregunto si su niñez es tan inocente como lo fue la mía. Me pregunto si saben quién fue El Santo o si tienen un monte como El Gajo donde puedan jugar a los indios y a los vaqueros.
Yo era uno de los indios y siempre le ganábamos a los vaqueros.

sábado, 28 de julio de 2007

Imaginando a Una Nueva Ciudad


Imaginémonos a una ciudad tal como la soñamos. ¿Qué cualidades tendría? ¿Qué elementos particulares o especiales? ¿Qué cosas podrían hacerla una ciudad modelo o una ciudad ideal?
Sabemos que hay servicios y funciones básicas que toda ciudad debe tener (buena agua, recogida de basura, policía municipal, tránsito adecuado, zonificaciones, calzadas, áreas de estacionamiento, zonas públicas, parques municipales, parques infantiles, iglesias, etc.), pero también están las cosas adicionales que pueden hacer de una ciudad algo especial.
Estoy seguro que has soñado con algo. Si lo has hecho y quieres compartirlo, por favor pulsa sobre "comentario" inmediatamente después de estas palabras y comparte tus ideas. Todos los demás lectores podrán ver tus comentarios. Yo te prometo que les daré publicidad luego en Soliloquio (en el LT-7) y a través de otros medios.Mientras más energía utilicemos imaginándonos una ciudad mejor que la que tenemos más posibilidades habrá de que se convierta en realidad.
Sueña, imagina, desea, comparte y, ahora, escribe. GRACIAS

Sueños Urbanísticos


Tengo muchos sueños. Sueño con un parque municipal, parques infantiles, una glorieta, un mercado municipal, una plaza de artesanos y muchas otras cosas más. No soy ni el único ni el primero en soñarlas, como tampoco soy el único que se pregunta cómo será posible obtenerlas, cuándo, en qué manera y por medio de quién.
Al mismo tiempo sueño con oportunidades aún por aprovecharse, cosas que enriquecerían las diferentes facetas de nuestra existencia comunitaria.
Primer ejemplo. La intersección de la calle Duarte con Calle Carmen, frente a la Ferretería Leonardo, crea un área muy especial. En cierto modo es como el corazón geográfico del pueblo. Me imagino un “Parquecito de Las Flores” en el área junto al río, algo así como un área pintoresca, bien preparada, central, limpia, nítida, colorida, adoquinada, donde hayan bancos para sentarse, una pequeña fuente de agua, una pequeña pajarera y flores, muchas flores, vendidas por personas locales, dejando espacio para que la gente camine, se siente y se tome fotos, además de que haya un boletinero público, con mapas y lista de eventos locales y hasta un sanitario público. Me imagino un poste elevado portando letreros como flechas dirigidas a todos los puntos cardinales, señalando ciudades y distancias alrededor del mundo, marcando el centro geográfico de Las Terrenas y del mundo, la intersección de muchos puntos, porque eso es ese punto, intersección patriótica (Duarte) y cultural (vírgen del Carmen), comercial y social (casi todo el pueblo y otros pasan a diario por ahí). Me imagino la conversión del puentecito en un puente “colgante”, bien decorado, algo así como una estructura que haga del puentecito algo verdaderamente especial, único, convertida en un punto al que hay que ir y que identifique a Las Terrenas. Ojalá que no tumben los árboles al lado de la cañada, para así aprovechar su sombra y crear un lugar refrescante, íntimo y especial. Podríamos invitar a arquitectos y a artistas para “planear el lugar” y convertirlo en el CENTRO obligado del pueblo, como también en un gran mural artístico que sirva de acopio a nuestra historia y a nuestro futuro. Me imagino un pequeño monumento, representativo y de alta calida. Llamemos al parquecito “Cuatro Esquinas,” o “El Centro,” o “El parquecito de las flores,” o algo parecido que sea significativo, memorable, romántico, pueblerino y, sobretodo, turístico. Tantas cosas podrían ir allí pero, más que nada, algo que simbolice lo mejor de todos nosotros.
Segundo ejemplo. La salida de Caño Seco al mar crea otras posibilidades. He oído a varias personas hablar de cuán bueno sería tener un puentecito de palotes, para que las personas crucen desde la policía hacia la Aldea de los Pescadores, usando lo pintoresco y especial del lugar, algo igualmente romántico, turístico, limpio y atractivo. Yo le añadiría un pequeño parque náutico desde el puentecito frente a la Ferretería Leonardo hasta el mar, limpiando y ampliando la cañada, para que pequeños botes, únicos en el país, suban y bajen por ahí, luego de que todo el entorno haya sido convertido en un jardín botánico, de tal manera que los turistas, locales e internacionales, luego de concluída su caminata por el pueblo o por la playa puedan subir o bajar disfrutando del entorno. Las Terrenas sería el único lugar del Caribe con semejante particularidad y con el cuidado adecuado que evitaría la afluencia de basura en el área, la existencia de un jardín botánico y un viajecito en piragua, pintoresco, barato y seguro haría de Las Terrenas algo verdaderamente sin igual.

Tercer ejemplo. En nuestro pueblo todo va de cuesta arriba o cuesta abajo, pero no ásperamente ni con demasiadas curvas. Yo sigo soñando con la idea compartida desde hace dos años de que la ciudad cuente con un sistema de transporte público centralizado, todo eléctrico, usando carritos de golf, con una planta de carga solar y su personal de mantenimiento y limpieza. Imagínense cómo sería Las Terrenas sin la contaminación, ruido y problemas de tráfico que la ausencia de un adecuado sistema de transporte interno crea. Los motochonchistas serían empleados por la Corporación de Transporte Municipal, recibirían un salario decente y en lugar de los cientos de motores tendríamos carritos de golf con rutas por todo el pueblo. ¿Por qué no ser pioneros en transporte colectivo usando energía renovable?

Cuarto ejemplo. Frente a la playa podríamos tener el mejor parque municipal del país. Construyamos un faro, con una gran luz que ayude a crear una marca comercial pintoresca y atractiva. Metámoslo dentro del mar, creando un “rompeolas” que sería un paseo muy particular, desde donde salen yolas a dar paseos marinos, desde donde se lanzan los fuegos artificiales en ocasiones especiales, desde donde se podrían dar hasta conciertos, desde donde se promoverían un sin número de cosas relacionadas a nuestra realidad como ciudad costera. He oído mencionar a otros ideas similares y creo que tiene gran potencial. Lo he visto en otros países. Pero volviendo a la parte de parque municipal, junto a la Casa Blanca se podrían redistribuir el espacio para ser parada de autobuses (turísticos y de transporte interurbano), colocar un área de juego infantil, sanitarios públicos, hasta duchas y convertirlo en un jardín botánico también (yo creo mucho en reverdecer, en enflorecer y en la creación de pequeños parques).
Quinto ejemplo. Las Terrenas podría ser una “ciudad de parques” porque tenemos tantos rinconcitos donde se podrían poner un par de bancos, unas plantas y flores adecuadas y darle un aire muy particular a la ciudad. Creo que todos nos sentiríamos orgullosos de vivir en una ciudad de parques, transformando depósitos de basura en parques de flores, como la curvita próxima a la calle Principal en la carretera a Playa Bonita, una de las partes más feas del pueblo y una de las más sucias, al igual que la intersección de La Ceiba y Playa Bonita, al lado del supermercado León. Desafortunadamente, casi todas las áreas atractivas para parques son ahora paradas de motoconchos. Imagínense el cambio si encontramos una salida florecida, medioambiental, sostenible y creativa a todos esos puntos neurálgicos que tiene la ciudad.

Finalmente, la estupidez del tráfico vehicular actual que hace que camiones extrapesados transiten por un puentecito que no fue construído para ello y que forza a todo el tráfico pesado y general a pasar por la zona turística más crítica de la ciudad podría cambiarse si construímos desde Casa Blanca hasta la Playa de Los Pescadores un “entablado turístico”, haciendo que la calle sea un verdadero atractivo turístico, con pequeñas áreas para exhibiciones artesanales y artísticas, puntos para tomar fotos, centros de información y medios de promover el desarrollo económico en la comunidad. El entablado conectaría el centro de transporte (al lado de Casa Blanca) con los restaurantes en la Aldea de los Pescadores creando un corredor turístico por excelencia.

Son sólo ejemplos y en la mente de muchas otras personas hay ideas similares y hasta mejores. Qué bueno sería si pudiéramos tener un sitio que nos ayude a compilar los cientos de sueños que todos tenemos para hacer de nuestra comunidad la mejor del país y del area.

[Si tienes ideas que deseas compartir, ve al tópico "Sueños Urbanísticos" arriba y escribe un comentario para compartir tus opiniones.]

sábado, 21 de julio de 2007

Desnudez

En este espacio inverosímil de tiempo que llamamos vida se nos atraviesan momentos de espera a los cuales nadie puede atajar. Son como relámpagos en noche clara de lucha llena. Son extraños, imposibles, inquietantes y, sobretodo, indiferentes.
El momento de espera puede ser fugaz. O eternamente presente…o ausente.
Cuando nos llega el tiempo nos contemplamos como somos: desnudos. Y una vez descubrimos cuán desnudos estamos hacemos lo mismo que Eva: nos cubrimos. La lucha de una vida entera se convierte en el mero afán de protegernos de nuestra propia desnudez.
La vida es un largo trayecto del desnudo al desnudo.
Se cubre el niño porque se le ha dicho que se tape. Se cubre la niña porque se le ha dicho que nadie debe verla. Se cubre el adolescente para no verse menos, ni más. Se cubre el hombre por costumbre, se cubre la mujer por ternura. Se cubre el ladrón para no ser visto. Se cubre el político con lo que hace para que no se vea lo que no hace. Se cubre el débil con su bocaza vulgar para que no se le note que es pedro que ladra pero no muerde. Se cubre el rudo para que no se le vea que tiene alma también y, más que todo, se cubre el feo para que sólo se le vea lo bonito que tiene.
Nos cubrimos todos.
Y de todo lo que nos cubrimos lo más necesario es cubrirnos de nuestra nostalgia, de ese ángel intruso que se nos aparece para llevarnos cerca a cualquier sitio que nos recuerde de alguien a quien hemos amado mucho. Nos confronta con las palabras, los perfumes, los suspiros, los deseos, los llamados, los sueños y las esperanzas del otro ser con quien compartimos nuestra desnudez. A esa persona a quien le revelamos todo, a quien le dijimos algo que está más cerca de nuestra alma que nuestra propia existencia.
¿Te acuerdas? Le dijiste todo, hasta lo más profundo, tus miedos, tus pesadillas, tus deseos, tus más profundos deseos. Y hoy viene el ángel de la melancolía para recordarte que la próxima vez debes cubrirte tu desnudez un poco mejor. Tantas veces nos visita el ángel que terminamos cubriéndonos todo. No sólo nos cubrimos los ojos evitando mirar a los otros ojos, no sólo cubrimos nuestros oídos pretendiendo no oir ni bueno ni malo, no sólo cubrimos nuestros pechos para no dar de nuestra leche, sino que también nos cubrimos el alma para que después nadie nos diga que nos desnudamos fácilmente ante cualquiera que se aparezca ofreciéndonos amor.
La desnudez.
Mal aprendimos a que la desnudez es solamente sexual y a que debe ser atrayente y apetecible. Se nos olvidó el grito primal de juntar piel con el vacío sideral, unidos con todo y separados por nada. Prefiero la vida sin ángel de la melancolía, para que la desnudez sea permanente, sensata, libre y célebre para no tener que pasar por todas las etapas del maquillaje corporal, perdiendo lo que verdaderamente somos ante los ojos de los demás.
Nacimos desnudos y no importa cuánto nos pongan encima también nos moriremos desnudos.
Viva la desnudez.

Carta Abierta Para los Concejales

  Carta abierta a los concejales de Las Terrenas CONCEJALES PARA UN FUTURO MÁS CERTERO Por José Bourget, comunitario Querid@s Concejales: Si...