Desde que tengo conciencia me he preguntado qué es lo que pasa por la mente de una persona justamente en el momento en que sabe que va a morir. No me refiero a la persona que ha estado enferma y sabe que en cualquier momento su cuerpo sucumbirá a los estragos del cuerpo, ni tampoco a la persona condenada a muerte quien desde su prisión ha pesado y sopesado su pasado y su presente y ha tomado todas las medidas para excusarse y para maldecirse. Me refiero a las personas que van en un automóvil, o en una pasola, o en un avión, o en un barco, o caminando por la calle o hasta montados en un caballo. Por causa de un error mecánico, por descuido personal o de otra persona, o por causa de un accidente hay pocos segundos en que descubren que hacia ellos se dirige un evento que no podrán cambiar.
Pienso en los 8 adolescentes que murieron estrepitósamente en Haras Nacionales cuando regresando de un paseo dominical el chofer embriagado perdió el control del vehículo y en apenas unos segundos los 15 que iban en el van sabían que podrían morir, muriendo algunos de ellos. Pienso en todos los familiares de Santiago que viajaban para asistir al último novenario de un familiar en San Juan y encontraron la muerte cerca de Azua, embestidos por una patana. Pienso en las 4 gringas que vi hace unos años detrás de una camioneta, siendo llevadas al hospital del Seguro Social en La Romana, luego de tener un accidente cruzando la represa, sus cuerpos retorcidos en gestos y formas grotestas e imposibles.
Una noche, saliendo de Juan Dolio, nos pasó aceleradamente un carrito con cuatro pasajeros justo cuando se había puesto totalmente oscuro. Más adelante sólo vimos los chispazos, se estrellaron contra una patana atravesada en la carretera y que o no pudieron ver o la velocidad no les permitió parar a tiempo. Fuimos los primeros en la escena, una señora en el asiento de alante derecho parecía decir algo por medio de sus ojos desorbitados, el chofer estaba pegado al timón, sin moverse, los de atrás tampoco se movían. Parecía algo sacado de película.
Justamente antes de ver a esa patana, antes de presentarse el poste del alumbrado con el que se va a chocar, antes de que el avión se estralle en tierra, ¿qué piensa el que va a morir? No hay tiempo para decir palabras, para escribir mensajes, para dejar un adios, quizás sólo se piensa en “voy a morir,” pero quizás se piensa en alguien, un ser querido, los hijos, la esposa, la madre. Tengo una amiga que junto a su familia se encontraba en la costa sur Sri Lanka cuando el terrible Tsunami del 2004 azotó desde Tailandia al resto de los paises que rodean al Océano Indico. Ella, su esposo y tres hijos estaban en la playa cuando el Tsunami entró y se los llevó a todos. Milagrosamente todos sobrevivieron, reapareciendo sobre la costa de tiempo en tiempo, todos eran buenos nadadores y lograron salir a salvo. Otros no fueron tan afortunados. Me imagino que ellos pensaron muchas cosas cuando se veían separándose unos de los otros, sin manera de regresar ni controlar las fuertes corrientes que los llevaban mar afuera.
Uno tiene que vivir con las memorias, otros con los remanentes del cuerpo que puedan quedar útiles. Unos cuantos son perseguidos por un tremendo sentido de culpabilidad, pensando que ellos también debieron morir, no solamente las decenas, o cientos, o miles de personas alrededor de ellos que sí perecieron. En el tsunami, causado por el terremoto conocido como Sumatra-Andaman, murieron unas 250,000 personas. Ese día todo el universo debió haber llorado tantas vidas perdidas en asunto de horas. Hay todavía unas 50,000 personas desaparecidas. Y justo antes de cada uno morirse o desaparecer tragado por el agua pensaron en algo. Fue el mismo pensamiento milenario repetido en millones y millones de personas fallecidas en circunstancias trágicas, como un humo de chimenea que se escapa hacia un lugar secreto en el espacio sideral donde se guardan tales pensamientos hasta el fin de la eternidad.
En el 1973 mi amigo Wayne y yo celebramos nuestra graduación de secundaria dando un viaje alrededor del pais en un cepillo Volskswagen recién reconstruído. En el trayecto entre Hato Mayor y Sabana de la Mar nos quedamos dormidos los dos y seguimos derecho en una curva y descendimos, aún dormidos, por una tremenda zanja. Nos paró una palma real, medio a medio. Sobrevivimos pero ese pudo haber sido mi ultimo momento, sobretodo cuando me di cuenta luego de despertar de que un tremendo camión cargado con unas 30 personas fue quien se paró para ayudarnos a salir de la zanja. Ellos tomaron el cepillo y lo levantaron a mano, colocándolo sobre la carretera; el maldito carro todavía seguía andando. Pero si nos hubiéramos estrellado contra el camión otra hubiera sido la historia.
No me acuerdo haber pensado nada, estaba dormido. Pero creo que desde ese día hasta el día de hoy le tengo un gran respeto a la vida. Y también a la muerte.