“Yo
sé que nunca fue amor”, me dijo Luis con esa profunda y dolorosa convicción que
sólo el mucho pensar provoca. Sus ojos
se veían claros, una sonrisa a medio acabar se cruzaba entre labios y ojos,
pero no era una sonrisa de felicidad sino una sonrisa de conformidad, de
paciencia y, quién sabe, hasta de rencor.
Obviamente había pensado mucho y ampliamente sobre lo que me compartía
mientras nos tomábamos una fría en la playa.
“Pero
pasaste mucho tiempo con ella según entiendo”, le dije yo, no tan seguro de si
debía ahondar en sus sentimientos a flor de piel. “¿Cómo es que ahora piensas que no te quería?”,
le pregunté sin saber a penas por donde encauzar una conversación que ya me daba
mucho pesar. No sé si lo que veía en los
ojos de Luis era dolor, pero ciertamente no era felicidad. Me incomodaba verlo con esa vista larga plasmada
sobre el mar y de cara a la leve explosión de las olas sobre la arena.
Los
hombres generalmente no confesamos nuestros sentimientos, ni de satisfacción ni
de pesar, escondemos muy bien nuestras inseguridades y torpezas. Es mejor así porque hemos sido criados para
aguantar todo, sufrirlo todo, burlarlo todo y dejar ver que nada nos impacta ni
nos afecta. Los hombres llevamos sobre
nuestros ojos la maldición del engaño propio, a diario nos decimos que nada nos
afecta, aunque nos destroce a pedazos. Y
cuando se trata de amor, el peso del engaño propio es mucho mayor.
Luis
pausó para mirarme y luego descansó su vista sobre sus manos, colocadas
abiertas sobre la mesa como un perrito coloca las patas esperando que su dueño
le dé una caricia.
“¿Sabes
cómo lo sé?”, me pregunta ávidamente. Y
entonces me relata lo que sin duda alguna fue el resultado de una exploración
interna profunda, como si estuviera escarbando la tierra y evitando cortar en
dos a los gusanitos. Su relato es digno
de un libro de texto de un sicólogo:
“Después de varias veces de estar con ella me
di cuenta de sopetón que faltaba algo.
Ese algo lo seguí sintiendo en otras ocasiones en que estuvimos
juntos. Tú sabes, Franco, he tenido
muchas experiencias con mujeres, con novias, con amantes, con encuentros
pasajeros. Hasta de mi ex-esposa podía
decir lo mismo. Cada una de ellas y casi
sin excepción me decían, me susurraban, me suspiraban, me secreteaban, me
confesaban, me compartían, me regalaban en gestos y palabras lo que ellas
sentían estando conmigo. Pero no
cualquier palabra, sino algo muy personal, muy íntimo. Sus confesiones reflejaban el toque íntimo no
sólo del placer sino del encuentro. A
veces era algo sobre mi piel, cómo les encantaba mi color, mi tono, mi
mezcla. Me decía que les encantaba mi
cuello, las curvas entre hombro y cabello, no se cansaban de besarlas. Otras veces hablaban de mis ojos, que se
perdían totalmente al mirarlos. Que se
engranojaban al disfrutar del encaje novedoso de mis cejas, de mis largas
pestañas, de mis ojos. Otras no cesaban
de tocar mi nariz de arriba abajo, algunas acariciaban mis labios, corriendo
sus dedos de izquierda a derecha hasta hacerme reir por las cosquillas que
provocaban. Otras levantaban mis brazos
para oler mis axilas, para hacer correr sus dedos desde mis muñecas hasta mi
cintura. Otras enredaban sus dedos en el
pelo de mi pecho. Y otras no podían
aguantar tomar mis orejas en sus labios o lamer mis ojos con su lengua húmeda y
apasionada. Siempre me preguntaba sobre
lo que sentían, siempre me sentía profundamente agradecido—aunque de manera
inconsciente—por la valoración de sus palabras, de su labios, de sus manos, de
sus miradas y, más que nada, por ese repetido suspiro que uno escucha cuando
sabe que la amante ha descubierto la fuente de su satisfacción y de su placer.”
Bueno,
yo no sabía si ese relato se trataba de un cuento erótico o de una fantasía de
las mil y una noches. Pero yo, absorto
escuchando el relato, también me daba cuenta de que Luis posaba sus ojos sobre
esa distancia eterna entre un recuerdo y otro y que muy dentro de sí había
entendido lo que no estuvo presente en esa relación con Elena.
“Nunca me dijo nada de ese tipo de cosas,
Franco, nunca. Esas palabras nunca las
dijo. En sus ojos nunca vi esa comunión
de su corazón con mi cuerpo. Parecía como si yo era simplemente el objeto de un
momento, o quizás el interés de algo que podía darle, pero nunca sentí que ella
estaba realmente allí o que me sentía a mi.
Era como estar del otro lado de un vidrio, mirando pero sin poder tocar
la carne viva. A veces me sentí usado,
no sólo en mi cuerpo sino también en mi espíritu. Mi entrega no era apreciada, mis detalles no
eran vistos, vivía en otro mundo. Esa
conexión entre su corazón y el mío no existió nunca de su parte. De parte de ella nunca hubo aprecio por mis
ojos, mis labios, mis orejas, mi pecho, mi carne, mi color, mis atenciones, mis
delicadezas, mis sutilidades. Cumplíamos
con la mecánica del amor de muchas formas, pero nunca sentí que lo que había
vuelto locas a las demás era parte de lo que ella también sentía. Por eso, al poco tiempo, me di cuenta de que
no, de que realmente yo no era gran cosa para ella, de que era sólo un pasar de
tiempo, un capricho quizás, algo diferente en su rutina de muchos otros cuerpos
y de muchas otras emociones, pero nada más.”
“Luis”,
le dije, “yo sé que lo has pensado mucho, pero te confieso que siento envidia
por todo lo que me dices, por lo que me compartes, me parece verte en ese
espacio secreto y oculto a los demás, a los momentos compartidos con
Elena. No sé si entiendo todo lo que me
dices. Compartieron mucho, Luis y estoy
seguro que Elena también sentía muchas cosas contigo, de otra forma cómo podía
hacerlo, Luis, por Dios”. La verdad que
no sé por qué sentía como que defendía a Elena, quizás no creía posible que mi
apuesto amigo se sintiera así, quizás realmente no comprendía porque en mis
adentros sabía que a mi ninguna mujer me había hablado ni expresado lo que
habían dicho y hecho con Luis.
“Lo
que más me satisface es que sé que todo lo que dí y compartí fue de muy
adentro. Y lo que más me disgusta es la
debilidad de haber deseado un imposible.
Elena me enseñó mucho, Franco y lo más poderoso que aprendí es que no se
puede dar lo que no se tiene. Ella no
sintió amor por mi, Franco, simplemente no lo tenía o no lo sabía, o no lo
quería dar, o sus necesidades y hábitos eran tan fuertes que no había espacio
para más.”
Ahora
me parecía a mi que Luis la excusaba, o quizás la perdonaba. Pero más que nada Luis me hizo pensar en los
desaciertos del amor robado, del amor imaginado, del amor incierto, del amor
equivocado, del amor a medias. “Me
atreví a dejarme enamorar”, me confiesa Luis y ahora me doy cuenta que parte de
lo que Luis sentía era por la agonía intensa de haberse abandonado a un amor
que no pudo controlar, que no le pertenecía y que no fue recibido como él lo
deseaba. Su amor se convirtió en un
permanente desamor, como una cascada que en lugar de caer al plácido río
simplemente se pierde en el aire para nunca verse, ni sentirse.
“Luis”,
le dije, “es tiempo de dejar pasar las cosas, ¿no te parece?”
“Sí
lo es”, me contestó, “pero me queda el sentimiento de que ese amor que sentí
nunca perecerá, que seguirá conmigo en el lugar que le pertenece, con la
intensidad que descubra en cada recuerdo y con el dolor de cada desencanto y de
cada traición”.
Luis y yo nos quedamos
absortos por un momento. No sé lo que
pensaba él, pero yo me preguntaba cómo sería amar así, cómo sería sentirse así
desengañado, cómo es que la gente se mete en situaciones tales. Porque en lo que a mi respecta, ya no creo en
nadie, me he dado tantas veces y me he abierto tantas veces al dolor que ya no
me puedo abrir al amor. No señor, para
nada, para nunca y para siempre. Sentía
envidia por todos los goces y valoraciones que recibió Luis, pero hoy yo estaba
ganando. Yo, el duro, el de corazón de
concreto, al que nadie ni nada lo altera, yo me siento limpio, indoloro,
incoloro, insaboro porque a mi corazón no le entra ni una uva, ni una manzana,
ni un melao, ni un ruiseñor. No señor,
mi corazón está duro como una piedra y Luis me acaba de enseñar que es mejor
así.