A todos nos llega un breve espacio en la vida en que nos llenamos de un aire de existencia incomparable. Para algunos ese breve espacio nos llega al encontrarnos con Dios, sea cual sea su definición, varón o hembra, espacio o fuerza, color o sentimientos.
Para otros ese breve espacio se convierte en el recuerdo de un momento sublime, algo inesperado, totalmente deseado e impredeciblemente eterno, como un beso anticipado, un abrazo empedernido, una sonrisa apacible sobre un colchón sudoroso a quienes las sábanas abrazan como el cielo estrellado a fin de mayo.
Y para otros ese breve espacio de existencia incomparable pudo haber sido el abrazo de una madre, el cariño inigualable de una abuela, o la confianza impecable de un bebé aferrado a los brazos de su padre.
Años atrás caminaba por uno de esos breves espacios en la vida que nos llenan de pasión, humana, sólida, aterradora, pausada pero igualmente creciente, como una burbuja que rompe las entrañas queriendo salir para compartir su sonido, su esencia, su ardor. Montaba bicicleta bajo el cielo de Chicago, la ciudad de cuello azul del norte-centro norteamericano, amparado bajo uno de esas tardes que yo llamaba “Chicago-azul,” ese momento cuando el día parte para dar paso a la noche, pero siendo ni de día ni de noche lo que se ve es una brillantez alucinante reflejada en el espacio infinito, circundada por rascacielos y besada eternamente por el Lago Michigan que la entretiene, como si fuera una novia a distancia pero sentida muy de cerca.
En ese breve espacio aquella tarde de septiembre me tuve que parar al lado del lago para contemplar el nacimiento de mil estrellas que al mismo tiempo aparecieron en ese Chicago-azul-del-cielo como si hubieran sido llamadas por el duende de la noche, invitadas por las voces de millones de personas enamoradas del mismo lago, del mismo cielo, de la misma escena, del mismo espacio breve de la vida. Allí, en esa tarde de septiembre del 1993 me sorprendió una lágrima torpe que bajando por mi mejilla derecha me acordaba de unas cuerdas escondidas dentro de mi, las que tocan sinfonía curiosa, polifónica pero discorde, cada vez que me recuerdo de algo cuya melancolía no puedo reprimir.
En ese breve espacio de la vida recordé a mis hijos José y Salim y deseé que estuvieran conmigo. No estaban lejos, sólo al otro lado del lago, en Michigan, con su madre, de quien me había divorciado. Las roturas y groserías de la vida, de las que todos somos culpables, por más que traten no pueden romper fácilmente el amor de un padre por sus hijos. Quería tenerlos allí, bajo el mismo cielo Chicago-azul de septiembre, charlando, jugando, riendo, retozando con lo que fuera, a mi lado, al alcance de mi mano, de mi abrazo, de mi cuello, de mi corazón.
Ese momento melancólico pudo haber sido como muchos otros, como cuando me escondía en mi habitación en el segundo piso de la casa de mis abuelos, mirando hacia fuera, hacia esa montaña alta y siempre azul que besa todos los días al valle de Constanza. Parado ante ese marco artesanal, abriendo mis ojos al espacio frente a mi se me antojaba llorar por mi mamá, ausente, lejana, en Nueva York, buscando algo que nunca sabré qué fue, mientras mi hermana y yo compartíamos la ausencia de un hogar que no era más, que bien nunca realmente tuvimos y que profundamente deseábamos.
O quizás fue como cuando se murió mi abuela Fifita, en Santo Domingo, mientras yo estaba en Michigan. Mi querida abuela Fifita, su muerte ocultada por tres días porque, según me dijo mi papá, no me lo quiso decir para que no dejara mis clases en la universidad en Michigan. Ya todo estaba terminado. Ella en su sepultura y yo sin saber nada.
Mi abuela se murió sentada, frente a su hija Nilka. Echó un suspiro, entregó al mundo su última mirada sin sonrisas ni enojos y se nos fue. Así de más. Los detalles los supe después, lo que yo sí recordaría baja el amparo de ese Chicago-azul de cielo en septiembre fueron los momentos compartidos con ella, a sus pies y bajo su mirada, los juegos e historias, las preguntas escondidas, las esperanzas de mejor vida—para mi—que desde su corazón hermoso se prendaban para mi.
En esos breves espacios de la vida, incomparables e incomprensibles, el humano se crece y se hace recordar de que más que cualquier otra cosa—material o inmaterial—la riqueza más nata y prendorosa, la princesa de todas las emociones, el trono superior de nuestra humanidad es cuando abrimos corazón al sentimiento sincero, pasional, amoroso, inigualablemente frágil pero certero, de que en el fondo somos vaso frágil, embuídos de sentimientos hacia aquellos a quienes las vida nos hace llamar hijos.
Todo se va pero en esos breves espacios de la vida queda esa conexión total y firme hacia nuestros hijos, ligados misteriosamente a través de lazos inexplicables pero poderosos y a ellos, a nuestros hijos, les entregamos a veces una lágrima solitaria y valiente, cayendo hacia el infinito del recuerdo, bajo un cielo Chicago-azul, una tarde de septiembre.
Escribo por si acaso se me olvidan ciertas cosas, como la vida en comunidad, lo real, lo imaginado, lo bueno, lo malo, uno mismo y otras cosas. Desde Las Terrenas, Latitude: 19.3167 | Longitude: -69.5333. Poesías y otros sondeos en http://misegundapersona.blogspot.com.
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miércoles, 18 de julio de 2007
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