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lunes, 5 de septiembre de 2022

miércoles, 6 de mayo de 2020

Viralata


Soliloquios—11
Por José R. Bourget Tactuk


 



            El 18 de octubre pasado a las diez de la mañana un motoconchista cruzó frente al cementerio en dirección a la policía y sin mirar ni a izquierda ni a derecha se encontró en su camino con dos obstáculos.  El primero fue un perro viralata color café con manchas blancas y tuerto del ojo derecho, el segundo fue una gringa despampanante que andaba en dirección al mar vestida de playa y con un gorro de pana de anchas alas.  No le hizo caso al perro y se puso a mirar a la turista con esos ojos de águila hambrienta que sólo las mujeres saben describir bien—“se le salían los ojos como si se la fuera a comer.”  La playista cruzó bien, sin problemas, sin hacer caso al infortunio que estaba a punto de ocurrir. 

            El perro seguía detrás de la turista de larga y rubia cabellera y caminar sensual, como si ella fuera la portadora de mejores y mayores promesas que la que encuentra cada día en los zafacones del barrio codetel.  Como era tuerto del ojo derecho no vió al motorista y no pudo hacer nada ante el encuentro de un conductor embriagado con la rubia cabellera y un perro ciego anhelando el fin de un hambre tortuosa.  El motorista frenó de golpe pero no pudo impedir que el perro sufriera el embate de la rueda delantera, lo que causó el gemido más agudo que perro alguno haya proferido jamás.  Fue tan y tan fuerte que la playista regresó a ver lo que había pasado, 13 clientes que almorzaban en el Paco Cabana salieron a lamentar lo que le ocurrió al perro y hasta dos niñas francesas llegaron quién sabe de dónde para pasarle la mano al atolondrado animal que yacía en el piso con más ganas de morirse que de seguir viviendo.

            La escena era trágica, silentemente absurda y, diría yo, hasta jocosa.  El motoconchista se había caído del motor pesada y dolorasamente, se raspó la rodilla izquierda y botaba sangre.  Cojeaba al pararse y levantó su motor para inspeccionarlo mientras maldecía al malogrado perro.  Nadie le prestó atención.  Si alguno de los gringos que rodeaban al perro miraron en su dirección lo hacían con una mirada maligna, enviándoles rayos y centellas silenciosas pero evidentes, obviamente culpándole por haberle hecho tanto daño al pobrecito rialengo.

            Yo contemplaba la escena desde el otro lado de la calle.  La rapidez con la que acudieron al perro era equitativamente similar a la ignorancia prestada al motoconchista y no me quedó más remedio que concluir que lo que el motorista debía hacer era integrarse a la escena.  Me le acerqué y le susurré al oído diciéndole “lo que tienes que hacer es hacerte el muerto, como si te diera un ataque al corazón a ver qué pasa.”  Me retiré rápidamente y en menos de trenta segundos lanzó un grito al cielo “¡Ay me muero!”, y cayó pesadamente al piso.  Los que estaban alrededor del perro no le hicieron caso, excepto la despampanante turista de sombrero de cana, la que acercándose con su caminarcito modelístico, se arrodilló delante de él, le tocó la frente, el pulso y el pecho, seguido por un sentido y profundo gemido de pesar, de angustia y de simpatía.

            El motoconchista como que reabrió un ojo para verla de cerca y pudo darse cuenta lo que ninguno de nosotros podía.  Esa rubia despampanante no era una turista extranjera, sino un macho de hombre y modelo dominicano, trabajando en Las Terrenas y, en realidad, parte de un equipo de investigación sobre roles de género dentro de la cultura dominicana.  Vestía de mujer rubia y despampanante para observar y registrar las reacciones comunes a las percepciones que podría producir entre sus observadores.   Lo que ocurrió a continuación no lo esperaba nadie, pero el motoconchista se paró con expresiones disgustadas, “¡Apártate de mi mardito er diablo!” alcanzó a decir entre muchos otros improperios.  Agarró su motor y se largó de ahi más rápido que de carrera.  

            La rubia despampanante se paró, pasó sus manos sobre su playera como despolvando los insultos recibidos y volvió al grupo de personas que prestaban primeros auxilios al perro.  Ya para ese momento habían decidido que no le iban a dar respiración boca a boca al perro sino llevarlo a un veterinario.  Uno de los clientes del restaurante fue a su coche, lo acercó al grupo y allí entre cuatro personas montaron al pobre perro que seguía con vida pero muy escasamente.  Dos personas más se montaron junto al perro y arrancaron en dirección quién sabe adónde.  En ese preciso momento llegó un Amet y demandó “¿qué pasa aquí?”  Ninguno de los extranjeros respondió pero un limpiabotas de la plaza le dijo, “una tipa rara, alta y con un sombrero grande le dió una patá a un perro rialengo y se lo llevaron de aquí unos gringos?” “¿Y dónde está la gringa?” respondió el Amet.  “Y yo qué sé,” dijo el limpiabotas y ahi se quedó todo.

            Errar es humano, ser perro y ser tuerto es divino.

lunes, 26 de marzo de 2018

Haciendo Memorias--1 (de tres)




Una comunidad está hecha de memorias.

Cuando niños hicimos memorias corriendo, jugando, visitando, conociendo gente, haciendo cosas nuevas y creando espacio en lugares especiales.  Esos lugares fueron los árboles, los callejones, las calles, las casas, donde jugamos pelota y donde compartíamos con nuestros amiguitos.  Una vez adultos hacemos memorias visitando amigos, compartiendo un juego de dóminos en alguna esquina, recortando el pelo con nuestro barbero favorito y metiéndonos en todos los embullos que constituyen el diario afán.

A veces los adultos nos mudamos a nuevos pueblos, pero las memorias quedan.  El antaño es un saco que llevamos a rastras hasta morir.  Las memorias se transforman en senderos mentales que forman un mapa emotivo, ligando la mente con la mano y con el corazón.
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Yo me acuerdo del samán donde jugaba al “topao” con mis amigos, del “gajo” donde jugaba a los vaqueros e indios con mis vecinos, el plei de pelota, el pozo donde nos bañábamos, el salto de agua, la piscina, el monte de aserrín donde saltaba (y donde se perdieron mis gafas) y hasta de la carbonera en el patio del hotel familiar donde una gallina ponía un huevo cada día, un huevo que a veces lo llevaba a la cocina para comérmelo yo solito porque era un regalito de la gallina para mi.  Uno de mis lugares favoritos era un cuarto oscuro y polvoroso donde mi tío guardaba todo tipo de herramientas, tornillos, pedazos de motores, esprines y un millón de artefactos más, todos desconocidos, sucios, grasosos, brillantes, pesados, metálicos y repletos de mensajes secretos.

Los recuerdos que construimos en nuestro pueblo, en nuestros barrios, en nuestras casas y en nuestras escuelas forman un baúl mental ancho, largo y profundo.  Ese baúl flota sobre la atmósfera intranquila del pueblo, haciendo lazos y encuentros con los baúles de todas las demás personas.  Es como un cielo repleto de tesoros gigantescos de todas formas, colores y diseños, jugando, tocándose, explotando y desparramándose por todo el ambiente hasta crear una sombrilla de palabras, sueños, emociones, abrazos, peleas, gritos, besos y hasta de fuertes abrazos.  Esa multitud de baúles es una masa espesa pero ligera, amorfa pero concreta, silente pero consciente y es lo que nos convierte en una comunidad.  Nuestras memorias nos hacen lo que somos como pueblo.


Un turista que llega a nuestro medio busca crear memorias.  Los turistas son piratas caza-tesoros, metiendo sus manos en nuestros baúles para encontrar los tesoros que ya damos por sentado, pero que para ellos son joyas valiosísimas.  Por eso es que los turistas buscan tesoros en las esquinas, en las pequeñas tiendas, bailando bachata, tomando una cerveza con la arena entre los dedos, comiendo un pollo guisado con tostones y, a veces, echándole el ojo a esa mulatona despampanante, la de curvas increíbles, de muslos inmensos, de senos repletos de promesas y de ojos que se fijan en la memoria como chicle en la silla.  Hablo como hombre, me imagino que las mujeres anidan similares ilusiones, miradas, ensueños y complicaciones.

¿Cómo se pueden obviar tantas fuerzas y emociones?  Para eso vienen, pare vivir nuevas emociones, para recordarlas, tomarles fotos y repetirlas a todos los que quieran escucharlas.  Con sólo cerrar sus ojos hacen un inventario de complicidades entre sus sueños y realidades, aumentando los colores y las sensaciones, apagando los desencantos y las frustraciones porque, al fin y al cabo, para qué hacer turismo si no es para inventarnos mil verdades y esconderlas en buhardillas acortinadas con mentiras piadosas.  No hay beso más dulce que el robado a las ilusiones, no hay mayor lucidez que la cómplice fantasía del momento fugaz que nos hierve la sangre.

Pero, ¿y qué si las memorias se hacen amargas, duras, traumáticas, feas y hediondas?  Entonces nuestra comunidad se convierte en pesadilla, en la historia convertida en trauma, en duras realidades, las que se dicen y redicen con dolor, con muecas, con estallidos de lágrimas, de pesar y de frustración.

Por eso es que debemos ver a nuestro pueblo como una comunidad magnética, por un lado una corriente positiva que energiza, potencia, construye, fomenta, amplIa, empodera, crece y crea esperanzas, sueños y posibilidades.  Por otro lado está la corriente negativa, destructiva, trágica, la que carcome por dentro, convirtiendo a niños y niñas en objetos, haciendo de nuestras calles vertederos, de nuestros callejones pozos de insalubridades y que desguaza la esperanza que todos poseemos por dentro.
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Las memorias las hacemos nosotros por nuestras propias acciones y por las acciones que permitimos que otros hagan, o deshagan, o no hagan.  Las memorias son poderosas y sin ellas no podemos vivir.  Si quieres descubrirlo intenta olvidarte de todo, a ver si puedes.  Y así como no podemos borrar nuestras memorias tampoco se borran las memorias de un pueblo.

Una comunidad está hecha de memorias y el infierno está hecho de pesadillas.

martes, 29 de junio de 2010

Círculo Completo (ficción)

Hace tres décadas, Jean de Les Palotes, pasaporte francés en mano, llegó a Las Terrenas y le encantó. Se imaginó que como las playas eran tan hermosas debían costar un dineral. Preguntó el precio y le dijeron, “a uté se la dejamo barata, déno 200 peso la tarea.” Monsieur de Les Palotes no podía creer sus oídos, pero le gustó lo que oyó. Así que compró, compró y compró. Trenta años más tarde la tierra de la playa, desde Cossón hasta El Portillo está en manos de amigos de Jean, o de amigos de sus amigos, o de personas a quienes los amigos, de sus amigos, de sus amigos, de sus amigos, le vendieron, y no a 500 pesos la tarea sino a 50,000 Euros la tarea.

Hace unos meses a unos turpenes encumbrados se les ocurrió la idea de que hay demasiados extranjeros en Las Terrenas, de que tenían demasiadas tierras, que las vendían muy caras y que había que hacer algo al respecto porque con autopistas nuevas, aeropuertos nuevos, ferry nuevo en la bahía y todo lo demás, aparte del hecho de que Las Terrenas tiene las playas más lindas del país y está rodeada de hermosas montañas llenas de villas hermosísimas, pues hay que meterle mano y adueñarse de esas tierras sea como sea. El problema es cómo hacerlo.

Los turpenes encumbrados son turpenes porque tienen acceso al poder. En “El Poder” hay de todo y entre ese todo hay quienes se las juegan todas. “Paremos total y tajantemente todas las construcciones,” dijo uno de tales turpenes y así se hizo. “Pongamos restricciones a todo,” y así se hizo. “Explotémoslos pa’que se larguen de aquí,” y lo han logrado poco a poco. “Que quiebren con tó,” y así les ha pasado a algunos y otras más van en camino. Recientemente en un bar del Paseo se oyó a alguien decir medio borracho que un primo del turpén de los turpenes, vice qué se yo de uno de los lugares encargados de entorpecer las cosas, pues pidió dinero para dizque resolver algunos problemas. Miérquina, aquí no se salva nadie.

Bueno, poco a poco la gente comienza a salir de lo que tiene y prontamente el círculo se completa y la tierra llega a manos de indios nativos, los que aprovecharon la recién llegada bonanza de nuevas ofertas a precios de vaca muerta (izquierda), sobretodo aquellas tierritas a las que se las encauzó con multas y procesos judiciales todos debidamente documentados.
Dondequiera que voy me encuentro a un negociante que dice que se lo está llevando el mismísimo San Antonio. De los restaurantes ni se hable. Empresas han despedido la mitad de sus empleados, todas las ferreterías están al borde de la quiebra y muchos de los hotelitos que han hecho famosa a Las Terrenas tienen ya meses que no ven a Linda. Si no hubiera sido por los más de 50 millones que la política tiró a la calles hoy en día mucha gente estuviera comiendo caliche (uno de los candidatos provinciales tenía, él solo, 14 millones a su disposición, fruto de su barrilito). Ay! Gracias a Dios que por ahí viene otras elecciones y de las grandes, eso quiere decir que quizás pasemos hambre un año porque después de ahí hay que coger muchos cuartos otra vez.

No me extrañaría que un día de esto llegue un Señor Venezolano, amigo personal del turpén de los turpenes, y se lo lleve tó, como lo está haciendo del otro lado de la bahía y en un lugar que los indios llamaron Cotuí; pues no es de extrañarse que se aparezca por aquí. Dicen que como los gringos gringos (los de U.S.A.) siempre andan metiendo sus narices donde se queman las habichuelas, no es de extrañarse que el embajador plenipotenciario de los sinvergüenzas meta sus Hans, digo, sus hands (manos) en todo eso y hayan millones y millones de dólares detrás de todo este desbarajuste.

(Derecha, la tierra vuelve a manos de los indios?!)

Como todo buen dominicano a mi me gusta especular e inventar y, como no quiero quedarme atrás, voy a prenderle velas a las ciguapas de la calle Duarte a ver si me dan un beso otra vez y los piperos dejan de robarme en la biblioteca (este fin de semana intentaron por tercera vez). Cuando veo las cosas tan malas tengo que ponerme a pensar que por qué están así. Por eso me puse a conversar con una de las vacas rialengas que andan por la Duarte, las que pertenecen a un tal José, y agarrándole el rabo a la más prieta le demandé “¿Qué carajo ta’ pasando aquí?” Con un muuuú medio desorganizado, viró el cuello y me miró como con lástima. Meneó la pata trasera derecha, me largó un rabazo que casi me deja ciego y me tiró una plata verde por el hoyo trasero que me manchó los pantalones de verde hasta el día de hoy. Creo que con eso me quiso decir que no le importa y que, al igual que a la mayoría de los terreneros, no le importa ná que ná. “Que se lo lleven tó.”

Bueno, esto es lo que yo llamo un círculo completo. Las tierras vuelven a mano de los indios y las vacas, bueno, seguirán paseando por las calles sin ton ni son.

Carta Abierta Para los Concejales

  Carta abierta a los concejales de Las Terrenas CONCEJALES PARA UN FUTURO MÁS CERTERO Por José Bourget, comunitario Querid@s Concejales: Si...