Hay un
espacio en el camino por el que todos transitamos cuando resulta evidente la
naturaleza solitaria del trayecto.
Años atrás
en Fort Myers, Florida, me tocó salir corriendo de mi carro para ayudar a un
conductor que perdió el control de su vehículo y se estrelló en un poste. Llegué donde él y tan pronto lo vi puse mi
mano sobre la ceja izquierda desde donde salía sangre a borbotones. La presión ayudó a parar la sangre hasta que
la ambulancia llegó cinco minutos más tarde y me paré al lado para ver cómo lo
atendían.
No me acuerdo ni su nombre ni
sus características básicas, sólo era un hombre muy mayor a quien, según el
paramédico, le había salvado la vida. Se
fueron y yo quedé parado ahí solito, con decenas de gentes alrededor quienes
contemplaban la escena a distancia. El
dueño del lote de carros frente al cual el anciano había chocado se me acercó y
me puso su mano sobre el hombro mientras me decía “eres un héroe”. De repente, ese momento de solitario heroísmo se hizo más pesado.
Así también
fue años antes en el Hospital Bella Vista en Mayaguez, Puerto Rico, donde era
asistente al capellán y la segunda persona al que llamaban cuando había alguna
emergencia. Esa tarde entré a la habitación
405 junto al equipo del código azul y apenas unos minutos más tarde vi la
frustración pintada en todos los colores sobre los rostros del equipo cuando se
dieron cuenta que no podían salvar la vida del paciente, un hombre sesentañero
de tez india y pelo blanco.
Vi cómo se le
extinguió el aliento de vida ante mis ojos y luego fui yo quien salió de la
habitación para darle la noticia a los familiares que esperaban ansiosos y
llorosos. Me sentí muy solo mientras
deseaba tener a mi lado un ejército de ángeles para que me ayudaran.
Ahora, ante
la presencia del COVID-19, me doy cuenta que la razón por la que los seres
humanos pelean no es permanente, sino que es tan furtiva como la niebla al
salir el sol. Es imposible atajar el
agua que se filtra por nuestros dedos, como si al abrir la boca ante la lluvia
pudiera uno tragar toda el agua que cae.
Imposible.
La impermanencia de
nuestro presencia sobre la tierra y la seguridad de que todo desaparece al
cerrar los ojos para siempre nos unifica en la realización de que nada dura. Esa transitoriedad de todo lo que hoy
conocemos que existe debiera hacernos pensar mejor acerca de lo que somos y lo
que hacemos desde que abrimos los ojos y lo cerramos en el diario vivir.
Nadie ni
nada nos puede acompañar en ese momento solitario cuando el aliento se nos
va. Tanto luchamos para que el aliento
quede dentro de nosotros y, caramba, qué fácil se nos puede ir! Ser humano es un largo trayecto que se hace
corto en ese preciso momento de la más abyecta soledad. Cuando se nos va el aliento no nos llevamos a
más nadie, sólo uno se va.