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miércoles, 6 de mayo de 2020

Viralata


Soliloquios—11
Por José R. Bourget Tactuk


 



            El 18 de octubre pasado a las diez de la mañana un motoconchista cruzó frente al cementerio en dirección a la policía y sin mirar ni a izquierda ni a derecha se encontró en su camino con dos obstáculos.  El primero fue un perro viralata color café con manchas blancas y tuerto del ojo derecho, el segundo fue una gringa despampanante que andaba en dirección al mar vestida de playa y con un gorro de pana de anchas alas.  No le hizo caso al perro y se puso a mirar a la turista con esos ojos de águila hambrienta que sólo las mujeres saben describir bien—“se le salían los ojos como si se la fuera a comer.”  La playista cruzó bien, sin problemas, sin hacer caso al infortunio que estaba a punto de ocurrir. 

            El perro seguía detrás de la turista de larga y rubia cabellera y caminar sensual, como si ella fuera la portadora de mejores y mayores promesas que la que encuentra cada día en los zafacones del barrio codetel.  Como era tuerto del ojo derecho no vió al motorista y no pudo hacer nada ante el encuentro de un conductor embriagado con la rubia cabellera y un perro ciego anhelando el fin de un hambre tortuosa.  El motorista frenó de golpe pero no pudo impedir que el perro sufriera el embate de la rueda delantera, lo que causó el gemido más agudo que perro alguno haya proferido jamás.  Fue tan y tan fuerte que la playista regresó a ver lo que había pasado, 13 clientes que almorzaban en el Paco Cabana salieron a lamentar lo que le ocurrió al perro y hasta dos niñas francesas llegaron quién sabe de dónde para pasarle la mano al atolondrado animal que yacía en el piso con más ganas de morirse que de seguir viviendo.

            La escena era trágica, silentemente absurda y, diría yo, hasta jocosa.  El motoconchista se había caído del motor pesada y dolorasamente, se raspó la rodilla izquierda y botaba sangre.  Cojeaba al pararse y levantó su motor para inspeccionarlo mientras maldecía al malogrado perro.  Nadie le prestó atención.  Si alguno de los gringos que rodeaban al perro miraron en su dirección lo hacían con una mirada maligna, enviándoles rayos y centellas silenciosas pero evidentes, obviamente culpándole por haberle hecho tanto daño al pobrecito rialengo.

            Yo contemplaba la escena desde el otro lado de la calle.  La rapidez con la que acudieron al perro era equitativamente similar a la ignorancia prestada al motoconchista y no me quedó más remedio que concluir que lo que el motorista debía hacer era integrarse a la escena.  Me le acerqué y le susurré al oído diciéndole “lo que tienes que hacer es hacerte el muerto, como si te diera un ataque al corazón a ver qué pasa.”  Me retiré rápidamente y en menos de trenta segundos lanzó un grito al cielo “¡Ay me muero!”, y cayó pesadamente al piso.  Los que estaban alrededor del perro no le hicieron caso, excepto la despampanante turista de sombrero de cana, la que acercándose con su caminarcito modelístico, se arrodilló delante de él, le tocó la frente, el pulso y el pecho, seguido por un sentido y profundo gemido de pesar, de angustia y de simpatía.

            El motoconchista como que reabrió un ojo para verla de cerca y pudo darse cuenta lo que ninguno de nosotros podía.  Esa rubia despampanante no era una turista extranjera, sino un macho de hombre y modelo dominicano, trabajando en Las Terrenas y, en realidad, parte de un equipo de investigación sobre roles de género dentro de la cultura dominicana.  Vestía de mujer rubia y despampanante para observar y registrar las reacciones comunes a las percepciones que podría producir entre sus observadores.   Lo que ocurrió a continuación no lo esperaba nadie, pero el motoconchista se paró con expresiones disgustadas, “¡Apártate de mi mardito er diablo!” alcanzó a decir entre muchos otros improperios.  Agarró su motor y se largó de ahi más rápido que de carrera.  

            La rubia despampanante se paró, pasó sus manos sobre su playera como despolvando los insultos recibidos y volvió al grupo de personas que prestaban primeros auxilios al perro.  Ya para ese momento habían decidido que no le iban a dar respiración boca a boca al perro sino llevarlo a un veterinario.  Uno de los clientes del restaurante fue a su coche, lo acercó al grupo y allí entre cuatro personas montaron al pobre perro que seguía con vida pero muy escasamente.  Dos personas más se montaron junto al perro y arrancaron en dirección quién sabe adónde.  En ese preciso momento llegó un Amet y demandó “¿qué pasa aquí?”  Ninguno de los extranjeros respondió pero un limpiabotas de la plaza le dijo, “una tipa rara, alta y con un sombrero grande le dió una patá a un perro rialengo y se lo llevaron de aquí unos gringos?” “¿Y dónde está la gringa?” respondió el Amet.  “Y yo qué sé,” dijo el limpiabotas y ahi se quedó todo.

            Errar es humano, ser perro y ser tuerto es divino.

martes, 21 de febrero de 2012

Los hombres más bellos del mundo


No, no son los terreneros, pero se parecen mucho a ellos ya que son coquetos, vanidosos y grandes bailadores (ver trailer en http://www.youtube.com/watch?v=NVaShWV79PU).

Son también grandes caminantes, siguiendo la lluvia y acampando cada par de días con sus vacas Zebú.  Al final del trayecto celebran una semana de fiestas alrededor de dos tipos de danzas particulares, la Yaake y la Geerewol, como parte de los concursos de bellezas en la que sólo los hombres solteros participan.

Los hombres concursan usando maquillaje muy bien elaborado, se cubren de plumas y adornos y demuestras sus destrezas en la Yaake, cantando y danzando.  Una vez preparados por sí mismos se unen hombro con hombro y empiezan su danza, todos alineados con la pinta de los pies hacia delante para mostrar su altura y su encanto con exageradas expresiones faciales y sonidos.  Giran sus ojos, las mejillas les tiemblan, y lucen el brillo de sus dientes impecablemente blancos. Sus mejillas se inflan como un pez, giran los ojos a la derecha y a la izquierda como símbolo de su talento.  Mientras tanto, los ancianos del grupo se acercan para burlarse de los bailarines en un intento de obligarlos a esforzarse más y mostrar más de su magnetismo. 

Los hombres están siendo juzgados por su encanto, magnetismo y personalidad. No es necesariamente el hombre más hermoso el que gana el Yaake, pero sí es el que tiene más "Togu", o lo que es igual, magnetismo y encanto, el que saldrá  vencedor. De hecho, las jóvenes que fungen como jueces en dichos concursos pueden sentirse libres de ir y pasar la noche con los concursantes y los comparan…a otros concursantes.

¿Quiénes son?  Son los Wodaabe y son uno de las grupos étnicos más antiguos y más puros del Africa, viviendo migratoriamente entre el sureste de Niger y Africa Central en el corazón del Sahel.  Los padres casan a los pequeños en los llamados matrimonios de conveniencia (koogal), pero también practican el matrimonio por amor (teegal), por lo que aunque estén casados tienen libertad de unirse a otras personas por amor y a su elección.  No sólo son polígamos sino que sus mujeres pueden tener relaciones sexuales con quienes quieran y cuando quieran.  (Para encontrar las fuentes de estas informaciones y mucho más haz una búsqueda en el internet bajo el nombre Los Wodaabe).

Los Wodaabe hablan el Fula y no tienen lenguaje escrito.  Como sólo se casan entre clanes Fulanes se han preservado étnicamente puros llegando a componer un grupo migrante que no superan las 50,000 en total.  Al igual que todo grupo cultural en el mundo mantienen sus tradiciones y costumbres particulares.  Los Wodaabe enfatizan el valor en ser reservados y modestos (semteende), la paciencia y la perseverancia (munval), el cuidado y la prevision (hakkilo) y también la lealtad (amana). 

Curiosamente, a los nuevos padres no se les permite hablar directamente a sus primeros dos hijos, quienes quedan bajo el cuidado de los abuelos.  Un esposo y esposa no se pueden tocar, ni tomarse las manos, ni hablar de nada personal durante las horas del día.  Por otro lado, las mujeres casadas que no están contentas con sus esposos actuales son libres de elegir a otro hombre escapándose con él, pero si ella sale de su matrimonio debe dejar a sus hijos detrás también.  Sea una mujer casada o soltera, la nueva pareja que se ha escapado puede matar una oveja, la carne asada la comparten antes de ser capturados por la familia (o esposo) de la niña o mujer y asi se confirma el nuevo matrimonio.  


En Las Terrenas los hombres y las mujeres hacen lo mismo, pero como no hay suficientes ovejas para todos basta con un filete de dorado, papas salteadas y un buen trago de ron.

miércoles, 25 de enero de 2012

Género y Número



            El 18 de octubre pasado a las diez de la mañana un motoconchista cruzó frente al cementerio en dirección a la policía y sin mirar ni a izquierda ni a derecha se encontró en su camino con dos obstáculos.  El primero fue un perro rialengo color café con manchas blancas y tuerto del ojo derecho, el segundo fue una gringa despampanante que andaba en dirección al mar vestida de playa y con un gorro de pana de anchas alas.  No le hizo caso al perro y se puso a mirar a la turista con esos ojos de águila hambrienta que sólo las mujeres saben describir bien—“se le salían los ojos como si se la fuera a comer.”  La playista cruzó bien, sin problemas, sin hacer caso al infortunio que estaba a punto de ocurrir. 

            El perro seguía detrás de la turista de larga y rubia cabellera y caminar sensual, como si ella fuera la portadora de mejores y mayores promesas que la que encuentra cada día en los zafacones del barrio codetel.  Como era tuerto del ojo derecho no vió al motorista y no pudo hacer nada ante el encuentro de un conductor embriagado con la rubia cabellera y un perro ciego anhelando el fin de un hambre tortuosa.  El motorista frenó de golpe pero no pudo impedir que el perro sufriera el embate de la rueda delantera, lo que causó el gemido más agudo que perro alguno haya proferido jamás.  Fue tan y tan fuerte que la playista regresó a ver lo que había pasado, 13 clientes que almorzaban en el Paco Cabana salieron a lamentar lo que le ocurrió al perro y hasta dos niñas francesas llegaron quién sabe de dónde para pasarle la mano al atolondrado animal que yacía en el piso con más ganas de morirse que de seguir viviendo.

            La escena era trágica, silentemente absurda y, diría yo, hasta jocosa.  El motoconchista se había caído del motor pesada y dolorasamente, se raspó la rodilla izquierda y botaba sangre.  Cojeaba al pararse y levantó su motor para inspeccionarlo mientras maldecía al malogrado perro.  Nadie le prestó atención.  Si alguno de los gringos que rodeaban al perro miraron en su dirección lo hacían con una mirada maligna, enviándoles rayos y centellas silenciosas pero evidentes, obviamente culpándole por haberle hecho tanto daño al pobrecito rialengo.

            Yo contemplaba la escena desde el otro lado de la calle.  La rapidez con la que acudieron al perro era equitativamente similar a la ignorancia prestada al motoconchista y no me quedó más remedio que concluir que lo que el motorista debía hacer era integrarse a la escena.  Me le acerqué y le susurré al oído diciéndole “lo que tienes que hacer es hacerte el muerto, como si te diera un ataque al corazón a ver qué pasa.”  Me retiré rápidamente y en menos de trenta segundos lanzó un grito al cielo “¡Ay me muero!”, y cayó pesadamente al piso.  Los que estaban alrededor del perro no le hicieron caso, excepto la despampanante turista de sombrero de cana, la que acercándose con su caminarcito modelístico, se arrodilló delante de él, le tocó la frente, el pulso y el pecho, seguido por un sentido y profundo gemido de pesar, de angustia y de simpatía.

            El motoconchista como que reabrió un ojo para verla de cerca y pudo darse cuenta lo que ninguno de nosotros podía.  Esa rubia despampanante no era una turista extranjera, sino un macho de hombre y modelo dominicano, trabajando en Las Terrenas y, en realidad, parte de un equipo de investigación sobre roles de género dentro de la cultura dominicana.  Vestía de mujer rubia y despampanante para observar y registrar las reacciones comunes a las percepciones que podría producir entre sus observadores.   Lo que ocurrió a continuación no lo esperaba nadie, pero el motoconchista se paró con expresiones disgustadas, “¡Apártate de mi mardito er diablo!” alcanzó a decir entre muchos otros improperios.  Agarró su motor y se largó de ahi más rápido que de carrera.  

            La rubia despampanante se paró, pasó sus manos sobre su playera como despolvando los insultos recibidos y volvió al grupo de personas que prestaban primeros auxilios al perro.  Ya para ese momento habían decidido que no le iban a dar respiración boca a boca al perro sino llevarlo a un veterinario.  Uno de los clientes del restaurante fue a su coche, lo acercó al grupo y allí entre cuatro personas montaron al pobre perro que seguía con vida pero muy escasamente.  Dos personas más se montaron junto al perro y arrancaron en dirección quién sabe adónde.  En ese preciso momento llegó un Amet y demandó “¿qué pasa aquí?”  Ninguno de los extranjeros respondió pero un limpiabotas de la plaza le dijo, “una tipa rara, alta y con un sombrero grande le dió una patá a un perro rialengo y se lo llevaron de aquí unos gringos?” “¿Y dónde está la gringa?” respondió el Amet.  “Y yo qué sé,” dijo el limpiabotas y ahi se quedó todo.

            Errar es humano, ser perro y ser tuerto es divino.

Carta Abierta Para los Concejales

  Carta abierta a los concejales de Las Terrenas CONCEJALES PARA UN FUTURO MÁS CERTERO Por José Bourget, comunitario Querid@s Concejales: Si...