Soliloquios—12
Por José R. Bourget Tactuk
Hola
Marcos:
Te escribo esta carta porque, francamente, a esta altura del juego ya no sé qué
más hacer. Cuando varios meses atrás me prometiste el cielo y la vida no
te tomé en serio porque, ¿a quién se le ocurre ofrecer tales cosas? En
tus ojitos verdi-azules noté ese tono ensoñador de los que saben muy poco de la
vida, o sea, de la vida que vivimos aquí. Yo sé que conoces de la vida,
después de todo no naciste ayer y, de hecho, tienes más años que yo. Pero
mi vida ha sido dura, muy dura, muy pobre, muy jodida, lo que me hace una
persona menos confiada, más cuidadosa y menos soñadora.
Esto no quiere decir que no tenga mis sueños y mis decepciones. Me acuerdo de
las muchas veces que me quería ir, lejos de ti, de tus abrazos, de tu
salamería, de la melcocha de tus besos espantados por el calor del mediodía
sobre sábanas que no aguantaban un sudor más. Después de esos momentos de
estupor, de verte bajo el peso de mi cuerpo suspirando vanamente los placeres
con los que te engañaba, terminaba volviendo mi rostro hacia la pared para no
ver más en tu rostro la satisfacción que a mi misma me hastiaba. Hubiese
querido que fuese “mi primera vez” con un enamorado, pero no, Marcos, ya han
sido cinco, séis, diez, o más y tú tampoco has podido marcar sobre mi cuerpo la
herida mortal del amor para siempre.
No me siento culpable porque no te he dejado solo, porque cada noche que vengo
donde ti me entrego, siguiendo melodiosamente tus caricias y comportándome como
el cocotero del patio bajo la brisa, extendiendo mis brazos para acompañar el
movimiento incansable de tus labios sobre mis pechos. Confiesas que tengo
la piel más dulce y más suave que jamás hayas conocido. Ay, mi Marcos, te
puedo llevar a cualquier barrio en Las Terrenas y vas a descubrir que en cada
calle hay veinte o trenta chicas como yo, cada uno prometiendo piel de melao y
suavidad de seda entre pecho y pecho. ¿A quién quieres engañar?
Será a ti mismo, porque hace años que a mi ya no me engaña nadie, ni siquiera
el padre de mi hija quien fue el primero que me enseñó que no hay tal cosa
como una mentira amarga. Todas son dulces, las que te dicen al oído
o en los callejones, en susurros o en maldiciones. Hasta los engaños
repetidos cada noche son endulzados con melao aunque al amanecer tengan sabor
de trapo viejo en la boca.
Marcos, Marcos, párate ahí, devuélvete, móntate en la guagua y súbete en el
avión. Regresa a tu país, llévate en tus maletas el recuerdo que creaste
para satisfacer tus propias fantasías. De aquí no me saca nadie, ni
sueños ni promesas, ni yola ni Yolanda, ni dólares ni Dolores, ni visas ni
Euros. Cuando llegues allá mirarás atrás y pensarás en mi. Sí, eso
lo sé, carajo, porque hice lo imposible para que no te olvidaras de mi, de mi
piel ni de mis senos, de mis entrañas ni de mis abrazos, de mis risas ni de mis placeres, los que
son fórmula macabra, embrujadora, marcándote para siempre con el veneno mortal
de recuerdos imperecederos.
Se te caerán los dientes, Marcos, y todavía pensarás en mi, en el sudor inagotable de cada amor que hicimos en cada esquina de la casa.
"Tu mundo y el mío nunca se encontrarán, son líneas paralelas que nunca se cansan de verse a distancia."
Mientras hurtabas el placer de mi cuerpo nunca supiste el color del techo, yo sí Marcos. Nunca supiste el olor de las cayenas al otro lado de la ventana, yo sí Marcos. Nunca escuchaste los perros, yo sí Marcos. Nunca escuchaste al platanero ni al que compra hierros viejos, yo sí Marcos. Cuando te parabas de la cama lo primero que decías era “tengo hambre”. Por eso, en parte, nunca confié en tus palabras porque si recién me acababas de comer viva y habías bebido inagotablemente del elixir de la vida entre mis piernas, ¿cómo diantre podías tener hambre? ¿O es que nunca te diste cuenta de toda la energía que me costaba amarte? Si había alguien con hambre debí haber sido yo. Por qué mentirte como lo hacía cada vez que hacíamos el amor, viendo cómo me sacabas todo lo que tenía por dentro.
Se te caerán los dientes, Marcos, y todavía pensarás en mi, en el sudor inagotable de cada amor que hicimos en cada esquina de la casa.
"Tu mundo y el mío nunca se encontrarán, son líneas paralelas que nunca se cansan de verse a distancia."
Mientras hurtabas el placer de mi cuerpo nunca supiste el color del techo, yo sí Marcos. Nunca supiste el olor de las cayenas al otro lado de la ventana, yo sí Marcos. Nunca escuchaste los perros, yo sí Marcos. Nunca escuchaste al platanero ni al que compra hierros viejos, yo sí Marcos. Cuando te parabas de la cama lo primero que decías era “tengo hambre”. Por eso, en parte, nunca confié en tus palabras porque si recién me acababas de comer viva y habías bebido inagotablemente del elixir de la vida entre mis piernas, ¿cómo diantre podías tener hambre? ¿O es que nunca te diste cuenta de toda la energía que me costaba amarte? Si había alguien con hambre debí haber sido yo. Por qué mentirte como lo hacía cada vez que hacíamos el amor, viendo cómo me sacabas todo lo que tenía por dentro.
Te escribo estas media verdades cuando estás al otro lado del mundo, del cual
no quiero que vuelvas. Por lo menos no vuelvas a buscarme, no vuelvas con
nuevas (o viejas) promesas. Séis mil setecientos kilómetros me separan
físicamente de ti, pero para mi son séis mil setecientos mundos,
porque en el otro mundo, en el sensato, el real, el de cada día, el de no tener
nada y desearlo todo, en ese mundo mío, muy mío, ahí vivo con
mi distancia. Tu mundo y el mío nunca se encontrarán, líneas
paralelas que nunca se cansan de verse a distancia. Entre tú y yo hay
demasiados espacios vacíos de por medio que nunca se llenarán y, Marcos, más
que nada, hay millones de cosas que nunca sabrás y que ni en ésta ni en la otra
vida podrás descubrir.
Como
lo dice Zacarías, "es tan difícil", Marcos, pero así es.
Tu
Bella.