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lunes, 13 de septiembre de 2010

La Vida Pasa

Tuve la oportunidad de ser asistente del capellán en el Hospital Bella Vista de Mayaguez, Puerto Rico, hace exactamente 24 años. La experiencia fue inolvidable: las visitas diarias, las conversaciones con enfermeros/as y con doctores/as, las rondas a media noche, o de madrugada y también los rostros felices en las madres y padres cuyos hijos/as nacían en el lugar.

Menos agradable, pero igualmente impactante, fueron las visitas a enfermos próximos a morir, las muchas veces que fuí llamado a las habitaciones bajo un “code blue” (código azul), el equipo de emergencia tratando de salvar la vida a un paciente sufriendo un infarto, un derrame o, simplemente, una falla del sistema de algún tipo. Perdí la cuenta de las veces en que delante de mis ojos el paciente perdía la vida a pesar de los esfuerzos del equipo y yo, pues tenía la tarea de salir de la habitación para ir a dar la noticia a los familiares.

Los cuatro hermanos adolescentes que llegaron a emergencia fue un caso particular, luego de haber sufrido un accidente de automóvil saliendo de un juego de basquetbol, llegaron prácticamente hechos pedazos, piernas y brazos en posiciones grotescas, tejido interno expuesto, sangre por doquier. En la sala de emergencia el equipo médico hacía intentos por salvarles la vida, colocar los órganos en sus lugares apropiados, enderezar rodillas y piernas, coser por aquí y por allá. Después de un tiempo interminable observando la escena y escuchando lo que decían los doctores salí para hablar con los padres, una pareja de personas bien acomodadas de la sociedad de Mayaguez. Estaban recién divorciados pero en ese momento los encontré abrazados, llorando, dándose la noticia de lo que había pasado. Más tarde, sentados en mi oficina, compartimos impresiones, lloramos, de sus labios brotando palabras de esperanza, necesitando toda la compasión del mundo.

En esos momentos uno crea palabras, responde a emociones intensas, crece los oídos para escuchar las más íntimas expresiones de dolor y, dentro de lo posible, uno responde de la mejor manera posible.

Cuando supe de lo que le ocurrió a Aarón había perdido, sin duda alguna, todas las destrezas aprendidas en aquél entonces. Me quedé sin palabras, fustigado terriblemente por una inmensa necesidad de dar para atrás al tiempo. Aaron había tenido un accidente de motor en Constanza donde había ido a visitar a su abuela después de dos semanas de voluntariado con la Fundación Mahatma Gandhi en la Biblioteca Anacaona. Aarón era el hijo de mi amigo de infancia, Ing. José Abraham Abud. José Abraham vino en persona a traer a su hijo, pasamos juntos un par de días, durmió en casa y le enseñamos el pueblo, visitando la biblioteca y compartiendo comidas con nosotros.

Aarón había venido a Las Terrenas buscando una oportunidad de re-conocer al pais de su padre (Aarón era oriundo del estado de Pennsylvania, USA), de empatizar con su gente y con la intención de prestar un servicio a la comunidad. Fue uno entre 170 voluntarios de 24 países que han venido a Las Terrenas en los últimos cuatro años y medio para ofrecer un servicio desinteresado a través de la Fundación Mahatma Gandhi. Entre todos ellos recuerdo a Aarón como una persona muy especial. Era un muchacho de sanas intenciones, de deseos profundos de hacer el bien, lo que había empezado años antes en su ciudad de origen. En dos semanas habló poco pero hizo mucho: jugaba, leía, compartía, aprendía y daba un servicio a niños, niñas y jóvenes de esta comunidad.

A las dos semanas se fue de Las Terrenas pensando en volver para una estadía de servicio más larga. Lo llevé a la parada de la guagua y me despedí de él. Su padre, once días antes, se había despedido de él parado en la playa de Las Terrenas. Ni su padre ni yo volvimos a ver a Aarón vivo. Después de su accidente nunca recuperó el conocimiento. Fue llevado a Miami para una posible operación en el cerebro pero cada uno de sus órganos fue fallando hasta que el corazón le falló.

Los que han perdido hijos o hijas de 18 años de edad deben comprender lo que José Abraham y Susan, sus padres, experimentaron el sábado 4 de septiembre, cuando el cuerpo de Aarón sucumbió ante el daño que había sufrido su cuerpo. Yo he dirigido muchos funerales y he visto a familiares y amigos partir al descanso final, pero el incidente de Aarón me sirvió para recordarme nuevamente cuán importante es celebrar la vida de las personas.

Aarón, te fuiste a deshora pero celebro tu vida, tus dos semanas de servicio a favor de personas desconocidas, lo que hiciste por el simple hecho de ser humano y de querer compartir tu humanidad con otras personas. Celebro todo lo que hiciste antes, en tu escuela, con tu familia, en tu vecindario. Celebro las cosas que tus compañeros de estudio, tus familiares, tus amigos, tus vecinos, tus maestros y los que te conocieron, dijeron acerca de ti en tu funeral y en el libro de memorias. Gracias José Abraham y Susan por compartir su hijo con nosotros y con el pueblo de Las Terrenas; gracias Ariana y Sophia, hermanas de Aarón, por animarlo a venir.

Gracias a ti, Aarón. Celebro lo que representas y celebro igualmente, aunque parezca contraproducente, el dolor que me causó tu partida porque me recuerda que en algún momento yo también partiré y, francamente, quisiera ser recordado como lo has sido tú.

Carta Abierta Para los Concejales

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