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miércoles, 6 de mayo de 2020

Ojalá


Soliloquios—17
Por José R. Bourget Tactuk




A las dos semanas de decidir divorciarnos decidimos salir a caminar por el bosque solitario cercano a la casa.  Estábamos en pleno invierno, el lago congelado era un fiel reflejo del estado de nuestra relación.  La nieve crujiente sonaba diferente como amagues de calma en medio de la tormenta.  Caminamos por los senderos hechos, por senderos nuevos, entre árboles, entre memorias, sueños y dolores.

Antes de salir por el sendero estacionamos el carro en el punto más lejano a la entrada.  Llevado por el impulso antes de salir puse un CD de Silvio Rodríguez y escogí la canción “Ojalá”. 

“Ojalá que las hojas no te toquen el cuerpo cuando caigan
Para que no las puedas convertir en cristal
Ojalá que la lluvia deje de ser el milagro que baja por tu cuerpo
Ojalá que la luna pueda salir sin ti
Ojalá que la tierra no te bese los pasos

Era una de sus canciones preferidas, pero esta vez no me buscó la mano para apretarla, no buscó mis hombros para cantarme al oído, no suspiró al recuerdo de las entonaciones del baladista.

“Ojalá se te acabe la mirada constante
La palabra precisa, la sonrisa perfecta
Ojalá pase algo que te borre de pronto
Una luz cegadora, un disparo de nieve
Ojalá por lo menos que me lleve la muerte
Para no verte tanto para no verte siempre
En todos los segundos en todas las visiones
Ojalá que no pueda tocarte ni en canciones

Lloró.

Retiré mi vista para no escuchar sus lágrimas.  Ella cerró sus oídos para no ver las mías.  Ambos repletos del entendimiento de lo imposible de nuestro amor, de causas y quejas, de conflictos y malentendidos, de pruebas y castigos, de suspiros, sollozos y esperanzas quebrantadas por las realidades creadas e imaginadas.

Cuán fácil es comenzar un amor y cuán duro es terminarlo.  Por lo menos cuando se amó.

Salimos a caminar, quizás esperando que ese frío helado congelara para siempre cualquier sentimiento que pudiera quedar entre nosotros, sabiendo que se tardaría toda una vida para que se derrita lo que ya se congeló.  Marchamos a sabiendas que no había retorno hacia la primavera aquella en Chicago cuando el abrazo era tan fuerte, los besos tan ardientes, las miradas tan pacientes y hacer el amor era como beber agua después de una eternidad en el desierto.  No nos cansábamos de nada y todo nos llenaba hasta lo más recóndito de nuestro ser.  Ahora, rodeados de esa inmensa blancura y anestesiados por el frío incontrolable, no había energía para las memorias de primavera, sólo teníamos la realidad cruel de un frío crujiente afirmando el fin del amor que hasta hacía poco nos amparaba. 

¿Por qué perdimos el amor?  Después de hacer la pregunta tantas veces obviamente ya no era una queja, era más que una letanía, era un discurso elocuente atrapado entre hacer el amor y pelearnos.  Triunfaron las peleas, sembraron suficiente dolor para que ya al hacer el amor no hubiera placer, ni deseo, ni descanso.  Y al ausentarse el toque de nuestros cuerpos con ello se fue el tomarnos de manos, el abrazarnos, el juguetear, el mirarnos frente a frente, el llamarnos por teléfono, el compartir notitas, el hacerle el desayuno, el ir de compras juntos, el compartir la lectura antes de irnos a dormir, el bañarnos juntos, el ir al cine juntos, el caminar juntos, el cocinar juntos, el reir juntos y, finalmente, el estar juntos.

Todo terminó.

No fue tan sencillo como suena y algún día lo entenderé todo.  Simplemente dejamos de luchar, nos convencimos de que era lo mejor, terminando como terminan los grandes amores, sin bombas ni platillos, sin insultos ni golpes, sin derroches de quejas y sin memorias infelices.  Simplemente el amor prometido y repetido tantas veces se nos coló entre los dedos para desaparecer en el aire o en la tierra.  Pasé muchos días sin poder fregar, porque cada vez que veía al agua tragada por el desague me acordaba de la torpeza de nuestra pérdida.

No sé si otros amantes perdidos recuerdan las cosas como las recuerdo yo.  Por dos o tres semanas compartimos la casa, la cocina, las instrucciones básicas de una convivencia común que ya no era la de estar juntos en el mismo espacio, hasta que salí por la puerta para no volver más. 

Muchos días después, semanas después, meses después, me preguntaba qué hubiera sucedido si en lugar de decir que ya no se podía más hubiera dicho otra cosa.  No sé qué.  Pero el tiempo crea razones para todo, cura todo, previene todo, oculta todo y, al final, todo lo justifica.  Fue lo mejor, me convencí a mi mismo.  Estoy seguro que ella hizo igual.

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