Por José R. Bourget Tactuk
Nadie sabe cuándo lo
encuentra a uno el amor.
Es fácil para un bebé,
es instantáneo, automático, incuestionable, irrefutable e inevitable porque
desde el vientre hasta los brazos, la madre lo es todo y “amor” es sólo otro
nombre para “madre”.
Para un niño el amor
no existe, sólo la necesidad de comer, dormir, jugar y recibir todo lo que
quiere o desea. Viven su vida esperando
lo que le van a dar, o esperando que le den, o deseando que le den. Entre jugar y joder la paciencia se van los
6, 7, 8, 9, 10, 11 y 12 años.
Un adolescente
comienza a ver el amor desde dentro hacia afuera, sus hormonas impulsando
reflejos desconocidos, inaguantables e irremediablemente inseguros. El amor se siente hacia cualquiera que toca
esos sentimientos y cuando se mezclan la carne con el espíritu entonces
cualquiera es bueno o buena para el momento.
El adolescente siente amor por todo lo que se mueve, lo que se siente, lo
que se mira, lo que se aprieta, lo que se besa y, bueno, lo que se adentra.
Por otro lado, hay
muchos adolescentes que se cansan de que los jodan tanto en la casa, se
desesperan y entonces se juntan para reproducir sus inquietudes e infelicidades
en la carne de los carajitos que procrean.
Uno deja la
adolescencia creyendo que la persona que uno ha escogido es el todo y
responsable de todo y culpable de todo, desde el sentimiento de confianza hasta
amueblar la casa, desde vestir hasta tener un orgasmo dos o tres veces al día,
o más. La gente se une o se casa joven
para evitar pensarlo demasiado, porque si de verdad lo piensan no se
casan.
Por eso la gente en sus 30 y pico se aguantan tanto, lo piensan tanto y luego razonan que está mejor así. Por eso es que el que quiere casarse tiene que hacerlo en sus veinte para poder decir que se volvió loco, que la razón no importa, que sólo la pasión, el placer y la profunda convicción de que nos merecemos lo mejor del mundo bastan para vivir con otra persona.
Por eso la gente en sus 30 y pico se aguantan tanto, lo piensan tanto y luego razonan que está mejor así. Por eso es que el que quiere casarse tiene que hacerlo en sus veinte para poder decir que se volvió loco, que la razón no importa, que sólo la pasión, el placer y la profunda convicción de que nos merecemos lo mejor del mundo bastan para vivir con otra persona.
Algunos y algunas en
sus 20 y tanto descubren tanto de su cuerpo que se quedan estancados ahí. Ya tuvieron sus hijos y ya conocen lo que
pueden y no pueden hacer. Descubren que
si no lo buscan no lo consiguen. A
muchos el amor no les llega muy lejos, se les queda estancado entre el vientre
y el cuello. Y como ese tipo de amor
necesita variedad (porque hasta el azúcar empalaga) muy pronto descubren que
pueden saltar y brincar hasta más no poder.
Si no me creen, paren a cualquiera en sus veinte y pregúntenle, varón o
hembra, que cuántas veces ha brincado.
Ya en los trenta uno
se da cuenta que todo sigue funcionando bien, pero uno comienza a moverse con
un poco más de calma, saboreando cada momento para que dure un chin más. En lugar de tirarse dos o tres veces en media
hora uno busca uno que dure media hora.
¿Quién puede decir cuál es mejor?
Lo bueno es que en esta etapa además de hacerlo uno habla un chin y
comienza a descubrir cosas que ni uno sabía que pensaba o sentía.
En los cuarenta y
después, bueno, ni vale la pena escribirlo, porque es tanto, tan complejo, tan
diverso, tan colorido y, también, a veces tan confuso. Ya lo superficial y lo superfluo es más
obvio, las preguntas son más certeras, los riesgos más grandes pero con
conocimiento, las lujurias más largamente intensas, los errores más
lastimeramente trágicos, las decisiones más fáciles pero más imperfectas y las
mentiras se vuelven más sofisticadas, más ocultas, más perfectas, como cuando
nos decimos que no nos estamos poniendo viejos.
El amor nos encuentra
bajo el cocotero, bajo las sábanas, en los sueños, en un poema, en un dolor, en
un beso y en ilusiones que no fueron más que el engaño procreado día a
día. Con el tiempo esos mismos engaños
se vuelven pesados, tan pesados que arrastran con ellos a todas las cosas que
amamos, hasta a nosotros mismos.
Encontrarnos con el
amor es la aventura de cada día, el laberinto en el que nos perdemos en cada
giro del pensamiento. Muchos sienten ese
amor con total certeza, otros pensamos que nunca lo hemos tenido. Nos toca el malogro de un gran engaño para
descubrir que lo que pensamos tener fue tan escapista que ni la brisa en su turbio trayecto trajo el perfume de las flores por donde cruzó.