miércoles, 6 de mayo de 2020

El amor me encuentra

Soliloquios 2
Por José R. Bourget Tactuk



Nadie sabe cuándo lo encuentra a uno el amor. 

Es fácil para un bebé, es instantáneo, automático, incuestionable, irrefutable e inevitable porque desde el vientre hasta los brazos, la madre lo es todo y “amor” es sólo otro nombre para “madre”. 

Para un niño el amor no existe, sólo la necesidad de comer, dormir, jugar y recibir todo lo que quiere o desea.  Viven su vida esperando lo que le van a dar, o esperando que le den, o deseando que le den.  Entre jugar y joder la paciencia se van los 6, 7, 8, 9, 10, 11 y 12 años.

Un adolescente comienza a ver el amor desde dentro hacia afuera, sus hormonas impulsando reflejos desconocidos, inaguantables e irremediablemente inseguros.  El amor se siente hacia cualquiera que toca esos sentimientos y cuando se mezclan la carne con el espíritu entonces cualquiera es bueno o buena para el momento.  El adolescente siente amor por todo lo que se mueve, lo que se siente, lo que se mira, lo que se aprieta, lo que se besa y, bueno, lo que se adentra.

Por otro lado, hay muchos adolescentes que se cansan de que los jodan tanto en la casa, se desesperan y entonces se juntan para reproducir sus inquietudes e infelicidades en la carne de los carajitos que procrean.

Uno deja la adolescencia creyendo que la persona que uno ha escogido es el todo y responsable de todo y culpable de todo, desde el sentimiento de confianza hasta amueblar la casa, desde vestir hasta tener un orgasmo dos o tres veces al día, o más.  La gente se une o se casa joven para evitar pensarlo demasiado, porque si de verdad lo piensan no se casan.  

Por eso la gente en sus 30 y pico se aguantan tanto, lo piensan tanto y luego razonan que está mejor así.  Por eso es que el que quiere casarse tiene que hacerlo en sus veinte para poder decir que se volvió loco, que la razón no importa, que sólo la pasión, el placer y la profunda convicción de que nos merecemos lo mejor del mundo bastan para vivir con otra persona.

Algunos y algunas en sus 20 y tanto descubren tanto de su cuerpo que se quedan estancados ahí.  Ya tuvieron sus hijos y ya conocen lo que pueden y no pueden hacer.  Descubren que si no lo buscan no lo consiguen.  A muchos el amor no les llega muy lejos, se les queda estancado entre el vientre y el cuello.  Y como ese tipo de amor necesita variedad (porque hasta el azúcar empalaga) muy pronto descubren que pueden saltar y brincar hasta más no poder.  Si no me creen, paren a cualquiera en sus veinte y pregúntenle, varón o hembra, que cuántas veces ha brincado.

Ya en los trenta uno se da cuenta que todo sigue funcionando bien, pero uno comienza a moverse con un poco más de calma, saboreando cada momento para que dure un chin más.  En lugar de tirarse dos o tres veces en media hora uno busca uno que dure media hora.  ¿Quién puede decir cuál es mejor?  Lo bueno es que en esta etapa además de hacerlo uno habla un chin y comienza a descubrir cosas que ni uno sabía que pensaba o sentía.

En los cuarenta y después, bueno, ni vale la pena escribirlo, porque es tanto, tan complejo, tan diverso, tan colorido y, también, a veces tan confuso.  Ya lo superficial y lo superfluo es más obvio, las preguntas son más certeras, los riesgos más grandes pero con conocimiento, las lujurias más largamente intensas, los errores más lastimeramente trágicos, las decisiones más fáciles pero más imperfectas y las mentiras se vuelven más sofisticadas, más ocultas, más perfectas, como cuando nos decimos que no nos estamos poniendo viejos.

El amor nos encuentra bajo el cocotero, bajo las sábanas, en los sueños, en un poema, en un dolor, en un beso y en ilusiones que no fueron más que el engaño procreado día a día.  Con el tiempo esos mismos engaños se vuelven pesados, tan pesados que arrastran con ellos a todas las cosas que amamos, hasta a nosotros mismos. 


Encontrarnos con el amor es la aventura de cada día, el laberinto en el que nos perdemos en cada giro del pensamiento.  Muchos sienten ese amor con total certeza, otros pensamos que nunca lo hemos tenido.  Nos toca el malogro de un gran engaño para descubrir que lo que pensamos tener fue tan escapista que ni la brisa en su turbio trayecto trajo el perfume de las flores por donde cruzó.


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