Soliloquios—11
Por José R. Bourget Tactuk
El
18 de octubre pasado a las diez de la mañana un motoconchista cruzó frente al
cementerio en dirección a la policía y sin mirar ni a izquierda ni a derecha se
encontró en su camino con dos obstáculos. El primero fue un perro viralata
color café con manchas blancas y tuerto del ojo derecho, el segundo fue una
gringa despampanante que andaba en dirección al mar vestida de playa y con un
gorro de pana de anchas alas. No le hizo caso al perro y se puso a
mirar a la turista con esos ojos de águila hambrienta que sólo las mujeres
saben describir bien—“se le salían los ojos como si se la fuera a comer.” La
playista cruzó bien, sin problemas, sin hacer caso al infortunio que estaba a
punto de ocurrir.
El
perro seguía detrás de la turista de larga y rubia cabellera y caminar sensual,
como si ella fuera la portadora de mejores y mayores promesas que la que
encuentra cada día en los zafacones del barrio codetel. Como era
tuerto del ojo derecho no vió al motorista y no pudo hacer nada ante el
encuentro de un conductor embriagado con la rubia cabellera y un perro ciego
anhelando el fin de un hambre tortuosa. El motorista frenó de golpe
pero no pudo impedir que el perro sufriera el embate de la rueda delantera, lo
que causó el gemido más agudo que perro alguno haya proferido
jamás. Fue tan y tan fuerte que la playista regresó a ver lo que
había pasado, 13 clientes que almorzaban en el Paco Cabana salieron a lamentar
lo que le ocurrió al perro y hasta dos niñas francesas llegaron quién sabe de
dónde para pasarle la mano al atolondrado animal que yacía en el piso con más
ganas de morirse que de seguir viviendo.
La
escena era trágica, silentemente absurda y, diría yo, hasta
jocosa. El motoconchista se había caído del motor pesada y
dolorasamente, se raspó la rodilla izquierda y botaba
sangre. Cojeaba al pararse y levantó su motor para inspeccionarlo
mientras maldecía al malogrado perro. Nadie le prestó
atención. Si alguno de los gringos que rodeaban al perro miraron en
su dirección lo hacían con una mirada maligna, enviándoles rayos y centellas
silenciosas pero evidentes, obviamente culpándole por haberle hecho tanto daño
al pobrecito rialengo.
Yo
contemplaba la escena desde el otro lado de la calle. La rapidez con
la que acudieron al perro era equitativamente similar a la ignorancia prestada
al motoconchista y no me quedó más remedio que concluir que lo que el motorista
debía hacer era integrarse a la escena. Me le acerqué y le susurré
al oído diciéndole “lo que tienes que hacer es hacerte el muerto, como si te
diera un ataque al corazón a ver qué pasa.” Me retiré rápidamente y
en menos de trenta segundos lanzó un grito al cielo “¡Ay me muero!”, y cayó
pesadamente al piso. Los que estaban alrededor del perro no le
hicieron caso, excepto la despampanante turista de sombrero de cana, la que
acercándose con su caminarcito modelístico, se arrodilló delante de él, le tocó
la frente, el pulso y el pecho, seguido por un sentido y profundo gemido de
pesar, de angustia y de simpatía.
El
motoconchista como que reabrió un ojo para verla de cerca y pudo darse cuenta
lo que ninguno de nosotros podía. Esa rubia despampanante no era una
turista extranjera, sino un macho de hombre y modelo dominicano, trabajando en
Las Terrenas y, en realidad, parte de un equipo de investigación sobre roles de
género dentro de la cultura dominicana. Vestía de mujer rubia y
despampanante para observar y registrar las reacciones comunes a las
percepciones que podría producir entre sus observadores. Lo
que ocurrió a continuación no lo esperaba nadie, pero el motoconchista se paró
con expresiones disgustadas, “¡Apártate de mi mardito er diablo!” alcanzó a
decir entre muchos otros improperios. Agarró su motor y se largó de
ahi más rápido que de carrera.
La
rubia despampanante se paró, pasó sus manos sobre su playera como despolvando
los insultos recibidos y volvió al grupo de personas que prestaban primeros
auxilios al perro. Ya para ese momento habían decidido que no le
iban a dar respiración boca a boca al perro sino llevarlo a un
veterinario. Uno de los clientes del restaurante fue a su coche, lo
acercó al grupo y allí entre cuatro personas montaron al pobre perro que seguía
con vida pero muy escasamente. Dos personas más se montaron junto al
perro y arrancaron en dirección quién sabe adónde. En ese preciso
momento llegó un Amet y demandó “¿qué pasa aquí?” Ninguno de los
extranjeros respondió pero un limpiabotas de la plaza le dijo, “una tipa rara,
alta y con un sombrero grande le dió una patá a un perro rialengo y se lo
llevaron de aquí unos gringos?” “¿Y dónde está la gringa?” respondió el
Amet. “Y yo qué sé,” dijo el limpiabotas y ahi se quedó todo.
Errar
es humano, ser perro y ser tuerto es divino.
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