Me regalaron un tinaco de 250 galones para usarlo en un área
de juego de la Fundación. No sirve para
mucho porque está pichado. Tratando de
guardarlo en mi patio lo estamos levantando desde un carretón pero mi pié cae
en un hoyo del mismo y mi rodilla es atrapada con todo el peso de mi cuerpo y
del tinaco. El dolor es inaguantable y
casi me desmayo, sin embargo logro pararme y hasta caminar después de un breve
descanso.
Eventualmente tuvimos que
mover al tinaco a otro sitio, pero yo me descuido y poco a poco, día tras día,
el golpe en la rodilla comienza a hincharse, se siente enormemente caliente, se
infecta y, eventualmente hay que operar para no perder la pierna. El ortopeda abre un hoyo y de ahí salió casi
una taza de pus y otras cosas, la infección era grande y dolorosa. Yo, que observaba la operación, no podía
creer lo que pasaba, el doctor mete sus dedos para limpiarlo todo y siguen
saliendo cosas de ahí.
Doloroso e
incómodo el proceso, pero finalmente se resuelve todo y después de varias
semanas logra curarse la herida, finalmente me meto en la playa a disfrutar un
poco del mar. Al final de ese capítulo
de mi vida he perdido miles de pesos, muchísimas horas de sueño y lo que sí he
ganado es una creciente percepción de fragilidad que nunca había experimentado
en mi vida. Comienzo a darme cuenta que
no puedo hacerlo todo, que no debo hacerlo todo, que debo ser más cuidadoso y,
detrás de todo, que los años pesan. No
estoy paralizado, pero mi humanidad se ha hecho mucho más tangible.
Al fin de todo, ese pequeño regalito, hecho
con la mejor de las intenciones, me salió muy, muy caro. Como me gusta analizar las cosas comienzo a
preguntarme la gran lección que el universo ha tratado de enseñarme y no logro
entender nada, con excepción de algo: la
vida es impredecible. Hay muchos que
tratan de planear, preparar y crear todos tipos de estrategias para que las
cosas salgan como lo desean, pero basta un solito error, un mal pasito, un
resbaloncito y todo se va “pal carajo”.
Pregúntenmelo a mi, yo lo acabo de vivir y ahora hubiera deseado que ese
regalito no me hubiera llegado nunca.
El
error fue sólo mío, el deseo era para beneficiar a otros, pero no me le puedo
echar la culpa a nadie más, fui el gestor de mi propio dolor y de sus
consecuencias. En medio de esa
fragilidad, fortalecida por una sensación de impotencia, me acuerdo de las
muchas veces en las que no aprendí mi lección y continuaba dando excusas por
mis acciones. Lo he visto en mi y lo veo
en muchos otros, ese deseo sempiterno de no pasar vergüenza y de evitar lo
irremediable, de esconder lo obvio y de postergar la conclusión más sensata, la
que se expresa en simples palabras: “fue
mi culpa.”
Cobarde es aquél que nunca
aprende su lección, bruto es el que no aprende de las lecciones de los
demás. ¿Será que estamos rodeados de
cobardes y brutos o de cobardes brutos que todavía no acaban de aprender? Una comunidad crece cuando aprende de sus
errores; se entierra en la arena movediza del fracaso cuando celebra las
estupideces de los demás, sobre todo cuando es tan evidente que dichas
estupideces nos perjudicaron a todos.
Por favor, gente, aprendamos!
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